Postales de Francisco de América

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Ecuador, viejo aeropuerto de Quito, hoy Parque Bicentenario. La ciudad tiene algo más de dos millones de habitantes: la mitad está escuchando al Papa en misa. Un ratito antes, mientras esperaba que el “papamóvil” diera una vuelta completa al circuito previsto, una parte de la multitud entusiasta derribó las vallas, invadió sin incidentes los alrededores del altar para sentarse al lado de obispos, dirigentes políticos e invitados especiales y, claro, obligó a que el Sumo Pontífice alterara su recorrido original. Un clima de fiesta se coronaba con un sol imponente y feroz. Acreditado por Telefe Noticias, donde trabajo desde hace 21 años, iba a realizar las entrevistas de rigor al final del evento. Entonces me topé con una señora con bombín, ropas típicas del altiplano y rostro de arrugas arcaicas. “¿Qué sintió al ver al Papa?”, pregunté. La mujer bajó la cabeza y apenas sonrió. “¿Qué sintió al escucharlo?”, pregunté otra vez. La mujer insistía en su silenciosa sonrisa. Yo no advertía bien qué pasaba, hasta que otra señora, que acompañaba a la mujer, me dijo: “No entiende castellano”.  Y ahí el que entendí fui yo. La señora escuchaba al Papa en un idioma distinto a todos, particular y universal. Ella y el hombre de blanco comulgaban en una lengua que no necesita traducirse: Dios, en su inabarcable expresión, se volvía cercano para encontrar hospedaje en las almas sencillas. Como otros cientos de miles, la mujer no había ido a ver al jefe de la Iglesia. Fue a verse en un espejo. Fue a verse y a ser vista en un mundo que niega u oculta a los que son como ella, a los ciudadanos de la periferia.  Ella recibía el mensaje en otro idioma pero su corazón lo traducía. Francisco usaba las palabras para trascenderlas: lo que decía era más que eso. Yo no lo sabía, o no reparaba en eso. La humilde mujer, sí.

Esperando el avión de regreso a Buenos Aires, la cadena Telesur emite la llegada del Papa a Bolivia. Escucho a Francisco que convoca a los cristianos a “comunicar la alegría del Evangelio sin olvidar la opción preferencial por los pobres”, porque “no se puede creer en Dios Padre sin ver a un hermano en cada persona”. Alejé un poco la vista de la pantalla para viajar medio siglo atrás. Otra vez Latinoamérica, una reunión de obispos de la región en Puebla, México; y Medellín, Colombia. En aquella oportunidad, los sacerdotes llamaban a una “opción preferencial por los pobres”. Lo que pasó después es historia conocida. Triste y conocida. La parte sur del continente asolada por dictaduras impuestas al servicio de los poderes económicos. Muchos de los que en nombre de Cristo intentaron predicar un rumbo distinto, terminaron mal. Cito de memoria a algunos curas que el propio Papa citó a lo largo de su pontificado o como arzobispo de Buenos Aires: Carlos Mugica, Monseñor —hoy beato— Oscar Romero, padre Luis Espinal. Ahora no son pastores desperdigados tras un rebaño más perdido aún. Ahora es el pastor de pastores, el heredero del trono de Pedro, el que marca el camino, retomando aquél en la misma tierra donde nació. Y su prédica desorienta a los cómodos, interpela a los tímidos, preocupa a los poderosos. Y anima a los seguidores del Padre Bueno, aquellos que —como cristianos— cargamos con el hermoso desafío de anunciar la Buena Noticia.  Y lo hacemos, a Dios gracias, sabedores que este sistema, como dijo el Papa, “no se aguanta más”, y que el amor a los otros, sobre todo a los más necesitados, no solo es la mejor salida al infierno del egoísmo y la indiferencia. Es la única.

Por Diego Pietrafesa redaccion@boletinsalesi30ano.com.ar

 

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