Te invito un café y me contás…

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Ilustración: Unsplash

Por Daniela Trimakas
Equipo Nacional de Salesiano de Adicciones
prevencionadicciones@donbosco.org.ar

“¡La historia se juega en nuestras calles!
Hay que ir donde silbaban tu sangre y tu mirada
a rescatar la vida en las calles,
donde esta historia tuvo su comienzo”.

Santo callejero, de Eduardo Meana

Las esquinas tienen ese encanto particular que guarda la sorpresa del detenerse. Y si uno está verdaderamente atento puede llegar a quedar realmente atónito. El tránsito, los semáforos, la gente que cruza apurada, las luces y ellos…

Ellos que entran con un paquete de pañuelitos por la ventana del auto, que hacen malabares mal aprendidos, que limpian un parabrisas, que esperan sentados la próxima tanda de luces y con eso pasan los días. Jóvenes… ¿Todos tienen la oportunidad de serlo? Cuántos se deben a obligaciones familiares, a trabajar jornadas completas o simplemente a quedar fuera de todo el sistema, a invisibilizar su juventud, a adormecer sus sueños, a permanecer en un extraño limbo sin salida…

Temerosamente comenzó la conversación con Martín, aventurero y gracioso malabarista de la esquina por la que paso todas las tardes. La misma ropa: jeans claritos, gastados y deshilachados, las medias por fuera del pantalón, un pullover tejido a mano, grueso, bien grueso y una chaqueta mezcla del Che Guevara y Elvis Presley que no puede describirse. Así anda por el mundo, él y dos más que lo secundan sentados mientras hace y ordena entre los autos las payasadas que intentan ser un “espectáculo andante”. Se ríe. Algunos dientes no están. Su cabello es corto, su mirada perdida.

Me dijo que se llama Martín, prácticamente somos viejos conocidos, todos los días nos cruzamos, en alguna oportunidad nos gritamos alguna broma sobre sus desacertados trucos y me reclamó que no tenía paciencia, en otra lo desafié con una merienda si lograba que no se le cayeran los bastones… hablamos del frío, de “lo poco generosa que estaba la gente”, de nada…

Le dije si quería que fuéramos por algo caliente. Dijo: “Un poco de calor viene bien”.

Tomó café con leche y medias lunas, yo café. Hablamos como si siempre lo hiciéramos. Pagué la apuesta.

Contó de sus hermanos, de Tini, Francisco, Elisa, Raúl y de dos hermanas más que no dio nombres. Poco sabe de ellos, mencionó cómo se fueron yendo de “esa casa”. Mientras daba vueltas la cucharita en la taza observé las manos lastimadas y deterioradas. Al notarlo alargó las mangas de la casaca, lo miré sin preguntar. Quise comenzar a hablar para inundar el vacío, pero, dijo “ya no me doy como antes…

¿Cuáles son las oportunidades de Martín? ¿Es mi responsabilidad devolverle la posibilidad de soñar?

Relató despacio y sin prisa, como el que quiere permanecer largo tiempo en ese momento, habló de las veces que había despertado sin saber dónde estaba o las otras que lo habían vaciado por estar dado vuelta. Que las había probado todas, entendí que hablaba de sustancias, pero nunca abandonaba a Martín. “Porque sabés —dijo—, uno es de la calle y pobre, pero tiene códigos, en un lugar hay que parar, vos me ves a mí, pero no sé si lo ves a Martín”. En ese momento me pregunté quién era el joven que estaba enfrente. ¿Un pícaro consumidor fallido o un desafortunado joven hijo de una sociedad que mira para otro lado?

Mencionó los pactos que hay que establecer para sobrevivir en el laberinto de la calle —donde dormir sin que te quiten lo poco que te pertenece ni te lastimen cuando el sueño aparece es un milagro—, escupió sin reparo de las tranzas ante los diferentes oportunistas que los inundan en sustancias cortadas y de mala calidad y cómo a veces es lo único que les permite creer por un rato que pueden alcanzar esa publicidad ploteada en el edificio que está enfrente, bronceado, sonriente, con todos los dientes, feliz, bien vestido, con una valija y una chica linda.

¿Cuáles son las oportunidades de Martín? ¿Es mi responsabilidad devolverle la posibilidad de soñar? Eso pensaba mientras salíamos del lugar. Sabía que mañana lo volvería a ver en la esquina, agobiado e inventándose una vez más para ganar unos billetes que le permitan a él y los suyos pasar el día. Qué había detrás de la disfonía de su voz que sonaba tan singular y paradigmático, qué palabras no dijo y escuché.

¿Serán estos jóvenes por los que Don Bosco hoy caminaría las calles? 

“Este es el tiempo de refundarnos.
Que los antiguos huesos recobren el nervio
y que se yergan con músculo nuevo (…) 

llévanos donde la verdad grita,
donde ser joven más está doliendo”

Santo callejero, Eduardo Meana

BOLETIN SALESIANO – JULIO 2021

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Por Daniela Trimakas
Equipo Nacional de Salesiano de Adicciones
prevencionadicciones@donbosco.org.ar

“¡La historia se juega en nuestras calles!
Hay que ir donde silbaban tu sangre y tu mirada
a rescatar la vida en las calles,
donde esta historia tuvo su comienzo”.

Santo callejero, de Eduardo Meana

Las esquinas tienen ese encanto particular que guarda la sorpresa del detenerse. Y si uno está verdaderamente atento puede llegar a quedar realmente atónito. El tránsito, los semáforos, la gente que cruza apurada, las luces y ellos…

Ellos que entran con un paquete de pañuelitos por la ventana del auto, que hacen malabares mal aprendidos, que limpian un parabrisas, que esperan sentados la próxima tanda de luces y con eso pasan los días. Jóvenes… ¿Todos tienen la oportunidad de serlo? Cuántos se deben a obligaciones familiares, a trabajar jornadas completas o simplemente a quedar fuera de todo el sistema, a invisibilizar su juventud, a adormecer sus sueños, a permanecer en un extraño limbo sin salida…

Temerosamente comenzó la conversación con Martín, aventurero y gracioso malabarista de la esquina por la que paso todas las tardes. La misma ropa: jeans claritos, gastados y deshilachados, las medias por fuera del pantalón, un pullover tejido a mano, grueso, bien grueso y una chaqueta mezcla del Che Guevara y Elvis Presley que no puede describirse. Así anda por el mundo, él y dos más que lo secundan sentados mientras hace y ordena entre los autos las payasadas que intentan ser un “espectáculo andante”. Se ríe. Algunos dientes no están. Su cabello es corto, su mirada perdida.

Me dijo que se llama Martín, prácticamente somos viejos conocidos, todos los días nos cruzamos, en alguna oportunidad nos gritamos alguna broma sobre sus desacertados trucos y me reclamó que no tenía paciencia, en otra lo desafié con una merienda si lograba que no se le cayeran los bastones… hablamos del frío, de “lo poco generosa que estaba la gente”, de nada…

Le dije si quería que fuéramos por algo caliente. Dijo: “Un poco de calor viene bien”.

Tomó café con leche y medias lunas, yo café. Hablamos como si siempre lo hiciéramos. Pagué la apuesta.

Contó de sus hermanos, de Tini, Francisco, Elisa, Raúl y de dos hermanas más que no dio nombres. Poco sabe de ellos, mencionó cómo se fueron yendo de “esa casa”. Mientras daba vueltas la cucharita en la taza observé las manos lastimadas y deterioradas. Al notarlo alargó las mangas de la casaca, lo miré sin preguntar. Quise comenzar a hablar para inundar el vacío, pero, dijo “ya no me doy como antes…

¿Cuáles son las oportunidades de Martín? ¿Es mi responsabilidad devolverle la posibilidad de soñar?

Relató despacio y sin prisa, como el que quiere permanecer largo tiempo en ese momento, habló de las veces que había despertado sin saber dónde estaba o las otras que lo habían vaciado por estar dado vuelta. Que las había probado todas, entendí que hablaba de sustancias, pero nunca abandonaba a Martín. “Porque sabés —dijo—, uno es de la calle y pobre, pero tiene códigos, en un lugar hay que parar, vos me ves a mí, pero no sé si lo ves a Martín”. En ese momento me pregunté quién era el joven que estaba enfrente. ¿Un pícaro consumidor fallido o un desafortunado joven hijo de una sociedad que mira para otro lado?

Mencionó los pactos que hay que establecer para sobrevivir en el laberinto de la calle —donde dormir sin que te quiten lo poco que te pertenece ni te lastimen cuando el sueño aparece es un milagro—, escupió sin reparo de las tranzas ante los diferentes oportunistas que los inundan en sustancias cortadas y de mala calidad y cómo a veces es lo único que les permite creer por un rato que pueden alcanzar esa publicidad ploteada en el edificio que está enfrente, bronceado, sonriente, con todos los dientes, feliz, bien vestido, con una valija y una chica linda.

¿Cuáles son las oportunidades de Martín? ¿Es mi responsabilidad devolverle la posibilidad de soñar? Eso pensaba mientras salíamos del lugar. Sabía que mañana lo volvería a ver en la esquina, agobiado e inventándose una vez más para ganar unos billetes que le permitan a él y los suyos pasar el día. Qué había detrás de la disfonía de su voz que sonaba tan singular y paradigmático, qué palabras no dijo y escuché.

¿Serán estos jóvenes por los que Don Bosco hoy caminaría las calles? 

“Este es el tiempo de refundarnos.
Que los antiguos huesos recobren el nervio
y que se yergan con músculo nuevo (…) 

llévanos donde la verdad grita,
donde ser joven más está doliendo”

Santo callejero, Eduardo Meana

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