Intimidad en tiempos de pantallas.
Por: Ma. Susana Alfaro
salfaro@donbosco.org.ar
Desde la pantalla del celular, con la mirada clavada en la cámara, Lara sonríe seductora. La pose, la casi nula lencería y la luz tenue acompañan la escena cuidada al extremo. Piensa: “Sí… está bien, mejor que la cara no se vea, por las dudas…”. La foto se envía. Es la octava toma, todas las anteriores fueron descartadas por infinitesimales detalles. Como respuesta, recibe otra, mucho más explícita, de su novio, y dos palabras: “Culpa tuya”.
El envío de imágenes de contenido sexual explícito por las redes es una práctica en crecimiento entre adolescentes y jóvenes. Ya sea con imágenes solas o, acompañadas de un breve texto, cada vez son más los que abren la puerta de lo impredecible. Nunca son fotos ni videos improvisados, se trata de producciones cuidadosamente ejecutadas por ellos mismos en solitario, o a lo sumo, con algún/a amigo/a.
Desde nuestro lugar de adultos nos cuesta entenderlo, nos preguntamos por qué hacen eso, por qué se exponen de esa manera. Nos resulta incomprensible y nos genera preocupación ver la ausencia de algún pudor que pudiera preservar su intimidad de las miradas ajenas.
Pero el miedo no suele ser buen consejero. Cuando tomamos decisiones solo desde ahí, solemos caer en dos lugares que no llevan a ningún lado: o asumimos un tono moralizador “¿Cómo vas a hacer eso? ¡Eso está mal!, ¿No ves lo que parecés?, Una chica/un chico como vos no puede hacer eso…”; o vamos por el lado del apocalipsis también nosotros: “esto va a terminar mal. Te van a robar las imágenes… Dios mío… El mundo está perdido y con él todos nosotros” .
Tal vez, lo mejor que podamos intentar sea poner en pausa las alarmas por un rato, e intentar entender de qué habla este fenómeno, qué tiene para contarnos de nuestros chicos y chicas, esos a los que tanto amamos pero que a veces se nos vuelven tan extraños. Y poder descubrir qué tenemos que ver nosotros con eso. Ninguna generación sale de un repollo, todos llegamos a un mundo que ya está en marcha con sus propias reglas y significaciones y quizá sea ahí donde debamos ir a buscar alguna respuesta que nos deje más cerca y no más distantes unos de otros.
De qué estamos hablando
Tal como señalamos al inicio, el término sexting describe la práctica de sacarse fotos del cuerpo desnudo o de partes del cuerpo, de tono explícitamente sexual, y enviarlas a otros dispositivos tecnológicos o subirlas a Internet.
Una investigación del área de Ciencias Sociales del CONICET señala “cuatro características específicas de estas prácticas: una preocupación fortísima por la estética, un marcado rasgo autoerótico, una creencia mágica en el poder de la tecnología en general y de la imagen en particular y finalmente, un interés casi exclusivo en ‘hacerse mirar’”. Esas apreciaciones coinciden con lo testimoniado por un grupo de jóvenes que accedieron a darnos su opinión a través de una encuesta anónima.
El sexting describe la práctica de sacarse fotos del cuerpo desnudo o de partes del cuerpo, de tono explícitamente sexual, y enviarlas.
En sus respuestas dan cuenta de que eso ya es parte del lenguaje que eligen para comunicar a otros (pareja-amigos-usuarios de las redes), parte de su ser y su sentir. Afirman que, en diversas medidas, siempre está presente el temor por lo que pueda pasar con esas imágenes, pero –en todo caso– tensiona más fuerte la necesidad de provocar una reacción en el destinatario.
Además de que con cada envío se abre una preocupación por el destino final de la imagen, también hay otros aspectos no menos delicados a tener en cuenta. Uno de ellos es que la contracara de “envío esta imagen porque quiero provocarte” es “recibo esta imagen de quien quiere provocarme”. En este punto, nos encontramos con una cantidad de adolescentes –y también jóvenes más grandes– que se encuentran en sus dispositivos con imágenes que no pidieron y que les resultan cuanto menos incómodas si no francamente desagradables o intimidantes. Esta circunstancia que puede hasta configurar un delito, puede obstaculizar el desarrollo sexual de un adolescente, dando lugar a distintos trastornos e inhibiciones.
¿Y yo qué tengo que ver?
Emma tiene tres años. Hace un rato largo que está dibujando tirada en el piso. Mira a su mamá que está concentrada en una conversación de WhatsApp. La mira y dibuja con detalle su pelo largo y el lunar de su mejilla izquierda. Le gusta su obra de arte y se acerca a su mamá.
– Mirá, sos vos.
La mirada de la mamá se vuelve hacia ella y con una sonrisa mira la hoja. Para cuando Emma empieza a explicar lo que dibujó, la mamá ya está escribiendo nuevamente en el chat.
– Te hice el pelo…
– “Sí… Hermoso”, le dice, sin mirarla. Emma deja su dibujo sobre la mesa y trepa a sus rodillas.
– ¿Con quién hablás? ¿Nos sacamos una selfie y se la mandamos?
Todos podemos ubicar alguna escena como esta, en las que los niños van a buscar la atención del adulto y la encuentran a medias, escenas en la que las miradas que deberían mirarlos y sostenerlos están corridas hacia alguna pantalla. El mensaje llega con claridad: para captar la mirada hay que convertirse en una imagen compartible.
Basta con asomarnos a Instagram para ver cómo se multiplican los videos en los que los niños se vuelven involuntarios protagonistas de los reels subidos por los adultos cercanos. En lugar de ver al niño que llora, a la niña aterrada, al bebé embarrado ven al protagonista del próximo vídeo. ¿Por qué nos sorprende, entonces, que nuestros adolescentes y jóvenes, que han nacido en un mundo que hace de todo un espectáculo visual, busquen la confirmación de su ser en las pantallas? ¿Por qué la dimensión de la sexualidad debería seguir una lógica diferente?
Intimidades
Tradicionalmente, la sexualidad fue asociada a lo pecaminoso, lo que no se debía mostrar, casi ni nombrar. Hoy nos encontramos en otro lugar en el que podemos, por ejemplo, estar escribiendo y leyendo esta nota. La llegada de la era digital con la imagen compartible en el centro, modificó profundamente el modo de vincularnos con los demás, con el mundo y con nosotros mismos, y alteró las categorías con que organizamos nuestro universo, entre ellas, las que distinguen lo público de lo privado. Pero para quienes nacieron en este siglo ese es el suelo en el que aprendieron a caminar y de él tomaron las significaciones y los mandatos que subyacen a este modo de habitar su sexualidad.
Siempre está presente el temor por lo que pueda pasar con esas imágenes, pero tensiona más fuerte la necesidad de provocar una reacción en el destinatario.
“Para mí, es mucho peor salir con los ojos torcidos, o que se me suba la remera y se me vea un rollo que mostrar las tetas”. “Me intimida menos mostrar el cuerpo que exponer lo que siento o pienso más íntimamente”. “El cuerpo es el cuerpo… tampoco tanto… lo que yo soy está en otro lado”.
El sexting –con todo lo que tiene de riesgoso– forma parte de las nuevas ritualidades juveniles, esas que los adultos sentimos a veces tan ajenas. En tanto ritual tiene un sentido comunicativo más profundo del que podemos captar de afuera a simple vista. Interpretar este o cualquier fenómeno desde nuestras categorías puede llevarnos lejos… de ellos. Si queremos tener alguna posibilidad de acercar una palabra que los ayude a cuidarse de los riesgos potenciales –que los hay, muchos y serios– o que los haga sentir acompañados en el tiempo de construirse, necesariamente tenemos que escucharlos, que escucharlas, y estar atentos a los sentidos que se develan en sus palabras:
“…lo que siento o pienso más íntimamente…”, “Lo que soy está en otro lado…” Estas expresiones dan cuenta de una intimidad diferente –no ausente, como alguien podría pensar– y nos devuelven al centro mismo de nuestra esencia, a la pregunta que no puede quedar tapada por nuestros miedos ni por nuestros prejuicios, la única pregunta importante “¿Qué hay en tu corazón?”.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2024