“Estos son mis hijos”

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Para aprender a mirar diferente tenemos a la mejor Maestra.

Enviado desde la Casa Salesiana Don Bosco de Ramos Mejía *

El patio del oratorio estaba lleno de muchachos. En plena reunificación, Italia estaba marcada por la división, las guerras y las ambiciones políticas. La pobreza, el hambre y la falta de oportunidades hacía que los jóvenes dejaran sus hogares para ir a otras ciudades más prometedoras en busca de trabajo. En Turín, las calles y las estaciones se llenaban de jóvenes sin hogar que se reunían en los rincones, al calor de un fuego improvisado, a comer algún pedazo de pan robado o lo que alguna mano bondadosa cada tanto les arrimaba. Así pasaban los días, sumando aburrimiento y soledad, sin un horizonte que los animara a caminar y los sacara de ese sinsentido. Ninguna madre que reclamara a su hijo, ningún padre que los buscara, ningún hogar al que volver. La gente les tenía miedo –posiblemente con motivo– y se mantenía alejada de ellos. La policía, se les acercaba al acecho de la mínima oportunidad confirmatoria de que eran personas improductivas y peligrosas para encerrarlos.

Esos eran los muchachos con los que Don Bosco armó el primer oratorio. A esos fue a buscar. Para ellos pensó un hogar en el que se sintieran a gusto, por ellos se peleó con las autoridades, por ellos rechazó interesantes y cómodas ofertas de trabajo que otros sacerdotes no hubieran rechazado. Para cada uno de ellos encontró tiempo y, sobre todo, por cada uno rezó y trabajó hasta el cansancio.

¿Por qué Don Bosco pudo ver en ellos lo que pocos veían? ¿Por qué los miró desde el principio con una bondad y un interés casi sobrenaturales? ¿Por qué pudo pasar por alto el miedo paralizante que otros sentían e ir directamente al encuentro de lo que había en su corazón? ¿Dónde lo aprendió? 

Es posible que una clave para responder a esa pregunta esté en una noche de 1824. Juanito –que apenas tenía 9 años– tuvo entonces un sueño que, según él mismo lo dijo poco antes de morir, lo marcaría para siempre. En un momento del sueño Juan se ve frente una cantidad de animales feroces –lobos, osos, perros– que se peleaban. Junto a él, se encuentra un Hombre de aspecto venerable que le dice que debe trabajar para enseñarles a ser buenos. Juan se muestra desconcertado, pero el Hombre lo tranquiliza diciendo: “Yo te daré la Maestra”.

“En ese momento vi a una mujer de aspecto majestuoso. (…) Descubriéndome cada vez más confundido en mis preguntas y respuestas, me hizo señas de que me acercara a Ella, me tomó con bondad de la mano y me dijo: -Mira. Este es tu campo, es aquí donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto; y lo que en este momento ves que les sucede a estos animales, tú deberás hacerlo por mis hijos”. (Don Bosco, M.O.)

Jesús conocía bien a Juanito, conocía su espíritu impulsivo y apasionado y le encontró la Maestra indicada. Ella también había recibido una misión para la que no se sentía preparada. Había sido madre de un Niño que desde el comienzo la había llenado de interrogantes y le había hecho tambalear sus planes. Sin embargo, a pesar de no comprender del todo de qué se trataba, había aceptado el desafío y le había consagrado toda su vida, “guardando todas esas cosas y meditándolas en su corazón”. Esa Maestra era la que ahora lo tomaba de la mano y lo invitaba a mirar ese campo de animales feroces a los que Ella llamó “Mis hijos”. Así los nombró. Desde entonces y para siempre. “Mis hijos”.

Hoy como ayer: “esos son mis hijos”

En ese tiempo del año ponemos nuestro corazón junto al suyo. Nuestra situación guarda alguna similitud con la que se vivía en el Piamonte de Don Bosco: el dinero que no alcanza, larguísimas e infructuosas jornadas de trabajo, las nuevas generaciones que parten en busca de un mañana más promisorio, la falta de oportunidades laborales, un clima social de desconfianza e intolerancia general. Para proteger el corazón lo cercamos con alambres de púa cada vez más altos y avanzamos tapándonos los ojos, tratando de no ver tanto dolor que nos espanta. Y así, parapetados, ciegos y sin resto para nada, salimos al mundo cada mañana como Juanito, tratando de poner orden repartiendo golpes y patadas.

Pero pueden pasar cosas inesperadas. Puede pasar que una tarde, mientras estamos mirando con el ceño torcido a esos pibes que se apoyaron en nuestro auto a fumar y reírse a carcajadas, mientras pensamos cómo espantarlos, sintamos la tibieza de una mano que nos toma y escuchemos una voz que con dulzura nos dice:

“Mira… esos son mis hijos:

…los que rondan las calles sin nada que hacer, que hablan fuerte haciéndose notar en un mundo que no los registra, son mis hijos…

…los que dicen groserías, que se enfrascan en las pantallas, que hablan raro…

…esos que, hiperkinéticos, rebotan por las paredes agotando a todos, son mis hijos…

…los que se desmadran fácilmente y descargan su soledad y su tristeza sin límite sobre otros, dejándolos tirados en la calle, esos son mis hijos…

…los que copan los espacios públicos de una ciudad que les es inhabitable…

…los que se juegan hasta lo que no es suyo en apuestas imposibles, esos son mis hijos…

…los que no escuchan a nadie y responden con una arrogancia difícil de tolerar, son mis hijos…

…esos que no encajan en ningúna parte y se aíslan en su cuarto a pensar cómo acabar con tanto sufrimiento, son mis hijos…

…esos a los que esta sociedad busca encerrar lo antes posible, “para que aprendan”, no sabemos qué ni de quién, son mis hijos…

…esos que viven anestesiados y se lastiman para sentir algo, aunque sea dolor…

Esos a los que tan fácilmente el mundo descarta, son mis hijos. Muchos los ven como animales salvajes pero llevan dentro el germen de una luz propia. Ellos son mis hijos y te necesitan humilde, fuerte y robusto, capaz de guardar todas estas cosas y meditarlas en el corazón antes de reaccionar”.

Pidámosle a la Maestra que nos enseñe a mirar con la sensibilidad necesaria para no quedarnos con lo que se ve en la superficie. Que nos regale la capacidad de buscar esa Luz que habita en cada uno, en cada una. Y cuando cuidarlos, quererlos y esperarlos nos parezca una locura que a este mundo no le cierra por ninguna parte, recordemos a esa Mujer, que hace dos mil años respondió que sí a la Vida aún sin comprender todo lo que eso implicaba, le hizo lugar en Ella y la ofreció a todos. Junto a su Hijo, María nos reenvía hoy el mensaje que hace 200 años le envió a Juanito:

“Mirá… Son mis hijos… No con golpes, con dulzura y mansedumbre”.


*Este texto surge como fruto de un trabajo de reflexión que se realizó en la Casa Salesiana Don Bosco de Ramos Mejía.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JUNIO 2024

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