Corazón pesebre

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Si lo humano no tiene lugar, Dios también se queda afuera 

Ilustración: María José Serna (2015)

Por María Susana Alfaro
msusana.alfaro@gmail.com

Si aquella noche María y José hubieran golpeado la puerta de las posadas y de las casas llevando una nota firmada y sellada por el sumo sacerdote diciendo que necesitaban albergue y que eran los padres del Mesías, probablemente la historia hubiera sido diferente. Hubiera habido decenas de puertas abiertas y posaderos desviviéndose para hacer la mejor oferta de alojamiento a esa pareja que llevaba consigo la Promesa tan esperada.

Pero no fue así. Dios llegó sin fanfarrias. Así había sido desde el inicio: el anuncio se había hecho de forma tan sutil y transparente que sólo quien tuviera el corazón muy dispuesto habría podido percibirlo. 

María, su madre, lo había ido desentrañando desde el principio y José, aunque no terminaba de entender del todo, intuía que algo grande se estaba gestando.

Dios llegó de la forma más anónima que se pueda imaginar, como un bebé cualquiera. Como cualquier mujer, su mamá percibió en el cuerpo las señales que indicaban la proximidad del parto y su papá sintió, como cualquier hombre, un río de adrenalina corriendo por sus venas al ver que el alumbramiento era inminente y no tenían un lugar decente donde parar. 

¿Qué otra cosa podían hacer que apelar a la solidaridad de la gente?

Pero parece que, desde entonces y hasta ahora, a los seres humanos nos resulta difícil alojar a otro ser humano, a menos que venga con una carta de recomendación o con algún tipo de garantía. María y José no tenían ni lo uno ni lo otro .

Donde no había más calor que el que ofrecían los bueyes, hubo la inigualable tibieza de la ternura y el abrazo familiar.

Así fue que el único lugar disponible resultó ser un pobre establo, que acogió sin condiciones a ese hombre y esa mujer con toda su problemática, abrigando gratuitamente la fragilidad que traían. Y esa disponibilidad creó las condiciones para el regalo más grande que nadie podría haber imaginado: la presencia sencilla de Dios que todo lo ilumina.

Entonces, ese lugar que parecía imposible de habitar fue otro lugar. Donde solo se sentía el olor hediondo de los animales comenzó a percibirse la suavidad del olorcito de un bebé. Donde sólo se oían rebuznos y mugidos se escuchó el llanto de un niño recién nacido y el arrullo de sus papás. Donde no había más calor que el que ofrecían los bueyes, hubo la inigualable tibieza de la ternura y el abrazo familiar. 

Así son las cosas con Dios, llega en silencio, escondido en realidades con las que, muchas veces, nos resulta difícil tomar contacto.

Parece que así son las cosas con Dios. No se anuncia en la portada de los diarios, llega en silencio, velado, escondido en esas realidades con las que, muchas veces, nos resulta difícil tomar contacto. Realidades propias y ajenas de fragilidad, dolor y necesidad que nos incomodan y que solemos esquivar con distintas excusas. Situaciones de personas concretas de carne y hueso que necesitan de nuestra hospitalidad sin condiciones. No es sino a través del encuentro con la humanidad que podemos encontrarnos con el Dios de la Vida. ¿Será que de eso se trata la Encarnación?

Que este tiempo de Adviento sea un tiempo en el que nuestro corazón-pesebre se abra a ese encuentro y que esa experiencia nos regale la alegría y la paz de la presencia sencilla, amorosa y transformadora de Dios.

BOLETIN SALESIANO – DICIEMBRE 2020

Corazón pesebre

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Si lo humano no tiene lugar, Dios también se queda afuera 

Ilustración: María José Serna (2015)

Por María Susana Alfaro
msusana.alfaro@gmail.com

Si aquella noche María y José hubieran golpeado la puerta de las posadas y de las casas llevando una nota firmada y sellada por el sumo sacerdote diciendo que necesitaban albergue y que eran los padres del Mesías, probablemente la historia hubiera sido diferente. Hubiera habido decenas de puertas abiertas y posaderos desviviéndose para hacer la mejor oferta de alojamiento a esa pareja que llevaba consigo la Promesa tan esperada.

Pero no fue así. Dios llegó sin fanfarrias. Así había sido desde el inicio: el anuncio se había hecho de forma tan sutil y transparente que sólo quien tuviera el corazón muy dispuesto habría podido percibirlo. 

María, su madre, lo había ido desentrañando desde el principio y José, aunque no terminaba de entender del todo, intuía que algo grande se estaba gestando.

Dios llegó de la forma más anónima que se pueda imaginar, como un bebé cualquiera. Como cualquier mujer, su mamá percibió en el cuerpo las señales que indicaban la proximidad del parto y su papá sintió, como cualquier hombre, un río de adrenalina corriendo por sus venas al ver que el alumbramiento era inminente y no tenían un lugar decente donde parar. 

¿Qué otra cosa podían hacer que apelar a la solidaridad de la gente?

Pero parece que, desde entonces y hasta ahora, a los seres humanos nos resulta difícil alojar a otro ser humano, a menos que venga con una carta de recomendación o con algún tipo de garantía. María y José no tenían ni lo uno ni lo otro .

Donde no había más calor que el que ofrecían los bueyes, hubo la inigualable tibieza de la ternura y el abrazo familiar.

Así fue que el único lugar disponible resultó ser un pobre establo, que acogió sin condiciones a ese hombre y esa mujer con toda su problemática, abrigando gratuitamente la fragilidad que traían. Y esa disponibilidad creó las condiciones para el regalo más grande que nadie podría haber imaginado: la presencia sencilla de Dios que todo lo ilumina.

Entonces, ese lugar que parecía imposible de habitar fue otro lugar. Donde solo se sentía el olor hediondo de los animales comenzó a percibirse la suavidad del olorcito de un bebé. Donde sólo se oían rebuznos y mugidos se escuchó el llanto de un niño recién nacido y el arrullo de sus papás. Donde no había más calor que el que ofrecían los bueyes, hubo la inigualable tibieza de la ternura y el abrazo familiar. 

Así son las cosas con Dios, llega en silencio, escondido en realidades con las que, muchas veces, nos resulta difícil tomar contacto.

Parece que así son las cosas con Dios. No se anuncia en la portada de los diarios, llega en silencio, velado, escondido en esas realidades con las que, muchas veces, nos resulta difícil tomar contacto. Realidades propias y ajenas de fragilidad, dolor y necesidad que nos incomodan y que solemos esquivar con distintas excusas. Situaciones de personas concretas de carne y hueso que necesitan de nuestra hospitalidad sin condiciones. No es sino a través del encuentro con la humanidad que podemos encontrarnos con el Dios de la Vida. ¿Será que de eso se trata la Encarnación?

Que este tiempo de Adviento sea un tiempo en el que nuestro corazón-pesebre se abra a ese encuentro y que esa experiencia nos regale la alegría y la paz de la presencia sencilla, amorosa y transformadora de Dios.

BOLETIN SALESIANO – DICIEMBRE 2020

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