Un artículo para recordar

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¿Se puede vivir sin memoria?

Por Zamira Montaldi
zmontaldi@yahoo.com.ar

“La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y
cómo la recuerda para contarla”
.
Gabriel García Márquez

¿Qué es la memoria? ¿Para qué y por qué recordar? ¿Qué pasaría si perdiéramos nuestros recuerdos? ¿Siempre vale la pena evocar al pasado o, en algunas ocasiones, es conveniente hacerle espacio al olvido?

Tener memoria es tener la capacidad de recordar; de evocar personas, experiencias y acontecimientos que fueron en otro tiempo para traerlas al presente. Esta definición puede ser una de las maneras más sencillas y comunes para definir al término en cuestión. Y decimos “una de las maneras” porque, memoria, es una palabra polisémica que puede remitir a múltiples sentidos. Para algunos será la función cognitiva que permite almacenar información para luego reponerla. Para otros, desde un posicionamiento filosófico, conlleva un componente más profundo: la memoria no es sólo traer datos del pasado al presente sino que implica resignificar, transformando aquel recuerdo incompleto y confuso, en una narrativa dotada de historicidad y sentido.

El semiólogo Umberto Eco, popularmente conocido por haber escrito la novela “El nombre de la rosa”, meses antes de morir le escribió a su nieto una carta. De los múltiples consejos que podría haberle dado, eligió lo siguiente: simplemente le pidió que no se olvide de conocer el pasado y, que siempre ejercite la memoria para comprender así, lo que nos precede: “Nosotros entramos en la vida cuando han pasado muchas cosas durante cientos de miles de años, y es importante aprender qué ocurrió antes de que naciéramos, pues sirve para entender mejor por qué suceden muchas cosas nuevas. ¿Por qué es importante saber qué ocurrió antes de nosotros? Porque muchas veces lo que sucedió te ayuda a explicar por qué algunas cosas son así hoy en día”.

Sin memoria estamos condenados a la repetición.

En este consejo se vislumbra una certeza: sin memoria estamos condenados a la repetición, a la imposibilidad de reinterpretar lo sucedido, a reanudarlo cuando se suponga conveniente y, a dejarlo en suspenso, cuando ya se crea que no aporta respuestas. Básicamente, sin un diálogo con el pasado, es posible que nuestro destino sea el de estar perdidos como un barco en la niebla más obstinada, sin posibilidad de saber de dónde venimos y, por tanto, cegados en el hacia dónde vamos. Porque, y utilizando un neologismo, la memoria nos futuriza, nos otorga un rumbo.

No obstante, aunque somos conscientes de que no siempre las evocaciones y los recuerdos son reconfortantes, también sabemos que evitarlos es condenarse a perder parte de aquello que somos. Y, más tirano aún, diluyendo el quiénes queremos ser. No es novedad el fuerte y potente atributo identitario que se encuentra en la memoria: soy en el hoy, por lo que también fui en el ayer.

Una experiencia social

Ahora bien, hay una dimensión importante que no se puede obviar cuando nos referimos a esta cuestión. Recordar no es una danza que se baila solo frente al espejo, por el contrario, la memoria es una experiencia social, es la apasionante rúbrica que nos vuelve comunidad. La evocación compartida, el decidir como sociedad que se rememora y que no, tiene su sentido más profundo en la transmisión. O sea, parafraseando a la filósofa Hannah Arendt, con “aquello” que las generaciones pasadas quieren legar como acervo cultural, a los “recién llegados” al mundo.

Entonces bien, hacer memoria nos permite construir un lazo social, crear un Yo colectivo, un Yo con otros. Esta dimensión comunitaria nos otorga la certeza de que no estamos solos, que pertenecemos a un todo más grande, más amplio y más ancho: una fuerza compartida y consensuada de valores, principios e historia. Sin embargo, que haya un pasado compartido, no implica que esté exento de matices y complejidades. Y esto es porque el ejercicio de la memoria no es el recuerdo de todo y de todos. Por el contrario, implica el arte y la sapiencia de la selección, un sutil duelo entre rememorar y olvidar.

Recordar implica olvidar

En definitiva, es a esta acción a la que llamamos historizar, a poner en relevancia aquello que se quiere decir a las nuevas generaciones, sabiendo que, no todo tiene razón de ser evocado. Es por lo que recordar implica,
también, olvidar
, encontrar el punto medio entre un pasado que se convoca mientras otro queda relegado. Y todo en vistas a construir un futuro en común.

Por todo lo dicho es que en un país, las políticas de la Memoria, tienen un rol clave. Ellas son el punto de partida, una de las vías posibles –y necesarias– para crear comunidad. Esto es el despliegue de acciones que gestionan el pasado con la intención de conformar una identidad colectiva. Identidad dinámica y nunca inmutable, que irá construyendo su fisonomía, a través de un proceso más amplio que se apoya en la memoria.

Y, para finalizar, no está de más tener presente que la memoria es una de las notas esenciales de nuestra carisma, porque en definitiva, ¿cómo ser agradecidos si no recordamos? ¿Cómo continuar en un presente fértil si nos olvidamos de aquellos y aquellas que sembraron en el pasado?

Hace unos años, el salesiano Francisco Motto, refirió algo en el marco del Seminario Continental Americano que está en sintonía con este artículo: es fundamental conservar la memoria, conocer nuestra historia, para poder así, construir nuestra identidad. Por algo Don Bosco y Maín insistieron en que cada Casa se escriba una crónica diaria. Nuestros fundadores también intuyeron que, para seguir haciendo camino, hace falta recordar.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – MAYO 2024

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