Sonreí para la foto

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En tiempos de redes sociales, ¿dónde ponemos la mirada?

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“Sonreí, todo el mundo sonríe en las fotos”. Recuerdo haber escuchado esa frase cientos de veces, en diferentes circunstancias, con distintos interlocutores. Sonreír es una obligación para ser perpetuado en una imagen. Cuando sólo existían las cámaras analógicas con un rollo que permitía sacar como máximo veinticuatro o treinta y seis fotografías, esto tenía más lógica: si sólo voy a tener treinta oportunidades, mejor salir bien. Y si sonreís salís mejor. Siempre fue una premisa socialmente aceptable.

¿Cuánto dice una selfie de mi?

Pasaron los años y las cámaras digitales rompieron el límite, por lo tanto las posibilidades de salir o no salir en las imágenes se multiplicaron. Sin embargo, la necesidad de verse plasmado en una imagen —sea en papel o en formato digital— implica cierta conexión con la belleza establecida culturalmente.

Luego llegaron las selfies y creímos que era un invento posmoderno que nos permitíamos porque teníamos teléfonos inteligentes. Pero resultó que no era tan novedoso: allá por el siglo XV, un pintor holandés, Rembrandt van Rijn, ya venía ensayando nuevas poses. La forma que encontró para autorretratarse es muy similar a la que utilizamos hoy, y le trajo menos satisfacciones.

Esa mirada puesta en uno mismo, que busca reflejar nuestra presencia, es un intento por hacer eterno ese lugar donde nos queremos quedar, donde nos sentimos felices. Pero ¿cuánto de eso conforma mi identidad? ¿Cuánto dice de mí una selfie? “Me miro para que me miren”, “si no me miro yo, ¿quién me va a mirar?”,todos lo hacen”. En la actualidad pareciera existir e ir en aumento una necesidad ficticia de imitar a los demás, de generar un eco en los otros, de gustar. Queremos vernos bien porque buscamos agradar. Sabemos que es el juego que hay que jugar en las redes sociales si queremos pertenecer. “Like”, “me gusta”, “corazoncito”, “seguir”: son conceptos que van de la mano con ese deseo. Más “me gusta” consigo en una foto, mayores niveles de dopamina y, por lo tanto, mayor satisfacción de forma rápida y concreta.

Pareciera existir una necesidad ficticia de imitar a los demás, de generar un eco en los otros, de gustar.

¿Para mirarnos a nosotros o para mirar a los otros?

Algunos autores conectan esta pasión por sacarse selfies con el narcisismo, haciendo referencia al mito de Narciso de querer besar su imagen reflejada en un estanque. Las redes sociales podrían ser hoy nuestro reflejo en el agua.

¿La mirada está puesta en uno mismo o en los otros? El tiempo que paso mirando mis imágenes podría ser el signo que nos ayude a develar ciertos rasgos de la personalidad. En un vínculo comprometido siempre está presente ese juego de egos, a veces más fuerte, a veces menos claro. Como en una danza, nos vamos moviendo con más energía de un lado o de otro, guiamos o nos dejamos llevar. Lo mismo sucede en nuestro rol dentro de las redes, nuestra imagen reiterada y constante puede anular al otro y además llama la atención. “Aquí estoy yo” pareciera decir al mundo, aun cuando de fondo esté buscando el interés de unos pocos.

¿Qué me pasa con lo que veo?

La sonrisa es un momento efímero para un retrato que no tiene porqué reflejar el alma de una persona en su totalidad. Una sonrisa, un “click”, una imagen digital y de vuelta a la expresión de circunstancia. Pasó. Bien sabemos que la felicidad no sólo se refleja en una sonrisa, sino en conductas alegres, posturas relajadas, aires de plenitud. Todo esto puede ser expresado en una imagen, o no: no todo el mundo tiene el don de salir bien reflejado en una fotografía. Sin embargo, ha sabido experimentar la felicidad en los pequeños momentos.

Por un rato detengámonos a reflexionar si las emociones que sentimos son auténticas. ¿Lo que siento surgió en mí o es reflejo del sentir de otro? Porque este es el gran lente difusor que producen las redes.

Socialmente nos vemos influenciados por las publicaciones de otros, por lo cual todo lo que circula en mis redes, me afecta más de lo que admito. Si leo a alguien enojado, me enojo; si veo a alguien sonriendo, ¿sonrío? No es el mismo efecto, y esto me afecta. No compartimos de la misma manera las emociones negativas que las positivas. Quizá elijamos sonreír para multiplicar ese efecto de alegría.

Bien sabemos que la felicidad no sólo se refleja en una sonrisa, sino en conductas alegres, posturas relajadas, aires de plenitud

¿Cuánto de lo mío aparece en mis publicaciones?

La fugacidad de las redes sociales nos puede confundir. Lo que hoy está permitido y es moda; mañana pasará al olvido. No hay patrones de conductas establecidas que se hayan verificado comunitariamente: para una generación está asumido lo que para la otra es censurado. Esta irregularidad nos puede hacer pasar momentos incómodos. Nos cansamos y abandonamos.

“Tal cansancio no resulta de un rearme desenfrenado, sino de un amable desarme del yo” nos ayuda a pensar el filósofo Byung-Chul. ¿Cuánto de lo propio existe en estas publicaciones? ¿Cuánto refleja nuestros reales sentimientos e ideales? El contenido que elegimos compartir nos define, pero también nos cuestiona. En la medida que optamos por un mensaje, estamos condicionando a nuestros destinatarios, y quizá pasa desapercibido todo lo que se genera; al estilo de una piedra cayendo al agua, su onda expansiva puede mover un objeto a varios metros de distancia. Así en las redes como en el océano, mejor preguntarnos qué es lo que busco lograr con estas publicaciones: repetir, multiplicar o movilizar a otros.

Por Mariana Montaña  marianammm@gmail.com

BOLETÍN SALESIANO – SEPTIEMBRE 2019

 

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