Este mes se realiza en Tucumán el XI Congreso Eucarístico Nacional, oportunidad para recordar a la Eucaristía como centro de la vida cristiana, donde espiritualidad y compromiso son una misma cosa.
Un viejo refrán español reza: “A pan y vino, se anda el camino”. Simple y llana manera de afirmar que el sustento y la alegría constituyen lo esencial para transitar esta vida. Desde que nacemos, todo el aparato mediático y de consumo comienza a crearnos necesidades —desde chupetes ergonómicos hasta ataúdes personalizados—, nublándonos la vista para lo esencial.
La Eucaristía, sacramento central de nuestra fe, nos devuelve la simpleza y la hondura. Dos signos cotidianos y a la mano que nos dicen que las grandes felicidades son más bien pequeñas, tienen que ver con la vida diaria, con los que nos rodean, con el trabajo hecho con seriedad y compromiso. Con los ojos de la fe, allí donde la mayoría no encuentra más que lo que captan sus sentidos, nosotros reconocemos el cuerpo y la sangre de Cristo: pan que busca saciar el hambre de la panza y de justicia, y vino que invita a la fiesta compartida.
¿Dios se hace comer?
“Este es mi cuerpo y esta es mi sangre” (Cf. Mt. 26, 26-27), dirá Jesús en el momento decisivo de su vida, una vida de ofertorio y servicio que se entrega hasta el último aliento y quiere quedarse para ser comido. Son afirmaciones sin duda fuertes, confusas, que desafían nuestro sentido común: ¿Dios se hace comer? Dios es el alimento que sacia, que colma. Es la respuesta al hambre que busca desesperadamente, que consume sin alimentarse, que picotea por doquier y nunca encuentra satisfacción. Dios es el alimento que impide que se vuelva a tener hambre y a tener sed (Cf. Jn. 6, 35). Muchos corremos la tentación de reducir la Eucaristía a un mero signo y no aceptar su realidad más profunda. Los cristianos celebramos la Eucaristía en comunidad y comemos y bebemos el cuerpo y la sangre de Cristo. No hacemos un “como si…”. “¿Creés esto?”, nos diría Jesús (Cf. Jn 11, 26) al igual que cuando se anunció como la Resurrección y la Vida.
Creer en el cuerpo y la sangre de Cristo supone una transformación de la vida entera. No es lo mismo vivir conscientes de que nuestros actos tienen eco en la trascendencia, que pasar nuestros días sobre la tierra hacia un final inevitable en donde todo termina, por más meritoria que haya sido una vida. La Eucaristía nos dice que la resurrección de Jesús fue de una vez y para siempre, que no muere más, que el triunfo ya ha sido obtenido y de manera definitiva. La Eucaristía es esperanza pura, ilumina las sombras de nuestra mirada estrecha y nos recuerda que la Vida tiene y tendrá la última palabra.
De “espirituales” y “comprometidos”
En una oportunidad, en un taller con jóvenes nos encontrábamos reflexionando sobre cuáles eran las motivaciones para participar de un grupo misionero. Era un conjunto heterogéneo, lleno de vida, con muchachos inteligentes y comprometidos. Frente a la pregunta acerca de por qué anunciamos a Jesús, hubo dos respuestas que, por su claridad y polarización, iluminaron toda la reflexión: un joven dice que lo hace “para salvar almas”, mientras que otro afirma que lo hace “para pisar el barro”. Ambos profundamente convencidos, el “alma del cielo” y el “barro de la historia” una vez más se encontraban en un combate estéril en forma de debate juvenil. Espirituales versus comprometidos, ambos con “sólidos” argumentos en nombre de Jesús, citando el Evangelio.
No hemos entendido la dinámica de la Encarnación cuando pretendemos atender una sola dimensión del misterio. La Eucaristía nos enseña que pretender separar espiritualidad y compromiso es como pretender separar el cerebro y la mente, las tripas y la angustia; es no entender ni la espiritualidad ni el compromiso. Un cristiano no puede separar Juan 6 de Mateo 25; no puede separar “yo soy el pan de vida” de “tuve hambre y me diste de comer”. Celebrar la Eucaristía y desatender al que está al costado del camino no es espiritualidad, es evasión. Y hacer absoluta la acción sin la mística que le da su sustento nos convierte en buenos asistentes sociales —a mucha honra, por cierto—, pero no en cristianos. La acción cristiana no desvincula el trabajo por la justicia de la mirada trascendente, porque entiende que en esa mirada se encuentra, en última instancia, el valor de cada cosa que hacemos.
¿Por qué un Congreso Eucarístico?
Del 16 al 19 de junio se realiza en Tucumán el XI Congreso Eucarístico Nacional, en coincidencia con el Bicentenario de la Declaración de la Independencia de nuestra Patria. Un Congreso Eucarístico tiene por objetivo recordarnos que la Eucaristía no es meramente un acto piadoso, sino el centro y fundamento de la vida cristiana. La fecha y lugar elegidos no pueden hacer que nos desentendamos de comprometernos seriamente por construir un país más justo.
La oración del Congreso comienza diciendo lo siguiente: “Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos. Tú eres el Pan de Vida para nuestro pueblo peregrino”. Recemos con insistencia y convicción durante este tiempo para que podamos vivir eucarísticamente; esto es, partiendo y repartiendo el pan, celebrando con otros y para otros, poniendo a disposición el alma y las manos, escuchando la voz de Dios en medio de nuestro país para servir a todos los que aún se encuentran en el borde del camino.
Por José Luis Gerlero • jgerlero@donbosco.org.ar
Boletín Salesiano – Junio 2016