“Perder” el tiempo

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La importancia de frenar en una sociedad que vive apurada.

Por Fabian Ledesma //

fabian.ledesma@sanjoserosario.com.ar

“Las prisas, el ajetreo, la inquietud, los nervios y una angustia difusa caracterizan la vida actual. En vez de pasear tranquilamente, la gente se apremia de un acontecimiento a otro, de una información a otra, de una imagen a otra”. Con estas palabras, el filósofo Byung-Chul Han, en su obra El aroma del tiempo, retrata un fenómeno muy propio de nuestra época. Se trata de la tesis de la aceleración del tiempo, que a su vez comporta, un proceso de doble vertiente, más profundo: la atomización del tiempo y la supresión del espacio

En el tiempo atomizado, todos los momentos son iguales, no hay nada que distinga un momento del otro, todo se agolpa y se satura en partículas episódicas del hoy-ya-ahora. De este modo, el presente queda reducido a picos de actualidad donde la vida humana busca febrilmente su maximización a través de la multiplicación exponencial de vivencias fragmentarias. 

La supresión del espacio, por su parte, tiene su raíz inmediata en la técnica moderna, y, más precisamente, en el desarrollo tecnológico de los últimos años. Se trata del período actual, en el cual estaría aconteciendo el pasaje del antropoceno al tecnoceno, inaugurando así la época de la tecnología como forma omnipresente del mundo y del destierro del hombre: las cosas van perdiendo peso, densidad, fundamento y, aisladas en sí mismas, son expulsadas de la esfera referencial que las contiene y que les confiere gravitación de sentido.   

Así, nuestra época adquiere la fisonomía de la época de las prisas, la cual, paradójicamente, nos va dejando sin tiempo para vivir a tiempo, y sin espacios reales para habitar con sentido.  

¿Y qué ocurre con los vínculos?

Naturalmente, el escenario que acabamos de describir posee una incidencia directa en las formas actuales de socialización y, fundamentalmente, en la conformación y consolidación de los vínculos humanos. Sucede, según Han, que “la atomización, el aislamiento y la experiencia de discontinuidades también son responsables de diversas formas de violencia”

Se observa, en este sentido, que, en la actualidad, instituciones como la amistad, el matrimonio y la familia, como también ciertas prácticas sociales, como la promesa, la fidelidad y el compromiso, todas ellas realidades que crean un lazo de continuidad con el futuro, van perdiendo terreno e importancia

La ausencia y volatilidad de los lazos produce miedo, desconcierto, ansiedad.

De este modo, la ausencia y volatilidad de los lazos, y la inconsistencia de las relaciones humanas, produce miedo, desconcierto, ansiedad, generando la sensación de que el hombre, ser poderoso, pero al fin de cuentas, también, ser indigente, queda desvalido, girando en el vacío individualista de sucesos pulverizados, expuesto a la intemperie de su propia precariedad existencial. 

El arte de demorarse

Sin embargo, en el subtítulo de la obra nuestro autor también nos da una pista para salir del laberinto, y con ella, también razones para la esperanza. El subtítulo reza: “Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse”. Y allí, en esa última idea, está la clave. 

“Saber demorarse”, no es llegar tarde, o ser impuntual, no tiene que ver con una demora de tipo cuantificable, o una transgresión a la convencionalidad de las normas, sino más bien con un estar cualitativamente fructífero. Podríamos decir, evocando a los griegos, que no se trata de “Chronos” sino de “Kairós”

El arte de demorarse reside en recuperar la estancia y el arraigo de cada momento vital.

El arte de demorarse reside en recuperar la estancia y el arraigo de cada momento vital, como algo único, y al mismo tiempo, como parte de una secuencialidad mucho más grande, es decir, como historia. Así la demora que sucede a tiempo, implica volver a hacer experiencia no sólo de la duración, sino también de la consumación, recuperando el vigor y el gozo de poder llevar una posibilidad hasta su final y concluirla con sentido. 

De esta manera, se supera la totalización del aquí y ahora, y se recobran los intervalos de la vida, que son precisamente los que alojan la duración y la continuidad, los que separan la partida de la llegada, los que configuran camino, y hacen posible la creación de genuinos y auténticos vínculos humanos. 

Aroma y mensura de nuestro tiempo vital

Sólo nos resta dar un paso más: pasar del plano del intervalo al intersubjetivo. ¿Y esto qué significa? Significa que el ámbito más propio de lo humano, donde se define, en última instancia, su realización y su felicidad, es el ámbito de la intersubjetividad. 

A propósito de ello, Gabriel Marcel sostiene que “las relaciones intersubjetivas son aquellas que nos constituyen como sujetos y, en cierto modo, nos hacen ser”. Por eso, lo intersubjetivo pertenece a la esfera del misterio, supone la apertura a los otros, y encuentra su punto culminante en la experiencia amor: “Y precisamente este misterio que soy yo mismo no es revelado más que en el amor”.  

Así lo entendió Roberto Benigni, el entrañable actor de la Vida es Bella, quien, en el año 2021, al recibir el premio León de Oro por su trayectoria artística, pronunció estas palabras para su esposa Nicoletta: «Llevamos 40 años haciendo todo juntos, produciendo, interpretando y diseñando las películas. ¡Cuántas películas hemos hecho! Entonces, ¿cómo se mide el tiempo en una película? Solo conozco una forma de medir el tiempo: contigo y sin ti”.

Las palabras de Benigni, nos regalan una bella conclusión: es el amor el que nos devuelve al ritmo y al lugar justo, y el que nos otorga la clave de sentido y de mesura de todo nuestro tiempo vital. Es el amor la fuerza generatriz y redentora de los vínculos humanos, y la que nos revela, en definitiva, la vocación a la donatividad de nuestro ser y el carácter misivo de la existencia. Por eso, como ya intuyó San Juan de la Cruz, en el atardecer de nuestra vida, –cuando se acabe todo nuestro tiempo y se supriman todos nuestros lugares– seremos examinados en el amor.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2024

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