Espejarnos en el dolor

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Por María Susana Alfaro
msusana.alfaro@gmail.com

Después de haber compartido cuatro días con casi 120 jóvenes que decidieron invertir parte de su dinero y de su tiempo libre para pensarse a la luz del Evangelio, llegué a casa con el corazón encendido. Más de un centenar de jóvenes que abrazaron la propuesta de recorrer los distintos rincones de su vida, los más luminosos y también los más sombríos, rumiando la idea de que luz y oscuridad no son dos absolutos, sino que son dos realidades que suelen venir mezcladas, entretejidas con nuestra condición humana, atravesada por la incompletud y la imperfección. 

En esos cuatro días entraron en diálogo con sus sombras, las interpelaron, las escucharon y -finalmente- las abrazaron y las miraron con misericordia. También se encontraron con las luces de su existencia, que celebraron y agradecieron. Se preguntaron por la existencia del mal y abrieron un signo de interrogación sobre la existencia de Dios, negándose a creer en uno a contrapelo de la Vida. 

Muchos de ellos lloraron amargamente por sus fragilidades y por sus faltas de Amor. Muchos se mostraron enojados por el mal que anida en el mundo, pero fueron haciendo un proceso lindo de reconocerlo en las pequeñas rendijas por las que se cuela la luz al inicio de cualquier día. Y pudieron, entonces, mirar con más bondad las propias miserias, sabiendo que la del Dios de la Vida es una invitación abierta, que no caduca. Ni siquiera cuando «nos vamos de mambo» como dicen ellos. 

El contraste con el día de hoy es difícil de procesar. No puedo entender que la condena a prisión perpetua de cinco jóvenes nos parezca algo para celebrar, ni siquiera cuando sea la justa pena por haber cometido un hecho tan aberrante como patear a otro pibe hasta matarlo. Ni hablar de que, para legitimar el dolor de los papás de Fernando (¿quién en su sano juicio puede dudar de esa legitimidad?), sea necesario descalificar el dolor de las familias de los ocho responsables de haber dado muerte a un pibe de su misma edad. ¿Cómo puede ser que mientras enarbolamos la bandera de la justicia pidamos a gritos la pena de muerte y escribamos en las redes nuestro deseo de que «en la cárcel les hagan ver lo que es sufrir»? ¿Qué paso con el texto de la Constitución y de las convenciones de Derechos Humanos que tanto nos conmueven para otras cosas? ¿Qué nos hace pensar que este afán retaliativo nos va a llevar a buen puerto? ¿Por qué es más fuerte el deseo de verlos padecer que el de recuperar sus vidas tan dañadas? 

La vida de Fernando destrozada a patadas es un horror difícil de asimilar. En su rostro, que sonríe desde el Instagram de su amigo, vemos el de todos nuestros hijos que salen a divertirse, y esa escena final, espantosa, repetida hasta el infinito, condensa todos los miedos que a los papás y mamás nos anudan la garganta. Es fácil identificarse y sentir empatía con esa pareja de padres laburadores, tiernos, que despidieron a su hijo en la estación de micros y recibieron a la madrugada el llamado que nadie quiere recibir. Todos podemos ubicar con claridad el infierno que deben estar viviendo porque todos alguna vez tuvimos terror de que el nuestro no volviera. Todos somos Silvino, todos somos Graciela y todos nuestros hijos e hijas son Fernando. 

Lo que no nos resulta tan sencillo es ubicarnos en el lugar de los papás de los agresores. Nos es absolutamente intolerable pensar que nuestros hijos pudieran ser capaces de hacer algo semejante y mucho menos, que se nos puede estar escapando alguna señal de que algo no anda bien. Sin embargo, si esperamos que tanto dolor sirva para algo que no sea alimentar el odio, tenemos que poder pensarnos en los dos lugares. Para estar atentos, para desterrar definitivamente la intolerancia de nuestros discursos cotidianos, para buscar caminos que habiliten la vida en todas sus dimensiones, para que nuestros hijos no encuentren en nosotros la legitimación de sus caprichos y la fascinación por sus avivadas, para que tengamos la humildad de no reaccionar con criterios garantistas cada vez que la escuela nos hace una observación y para que nos banquemos el conflicto que suele acompañar la negación de los permisos… 

Para involucrarnos en sus vidas sin convertirnos en compinches de cada aventura, sino siendo adultos felices de acompañar y transmitir una experiencia que funcione como referencia… 

Para dejar de hacer la vista gorda a los litros de alcohol que corren en las previas y de aliviarnos diciendo que «el porro no es droga»… 

Para que podamos invitar a enlazar y a habitar en lugar de a soltar y «hacer la tuya», para poder sostenerlos en la angustia frente a las propias limitaciones sin frenarlas con pastillas de todos los colores… 

Y -sobre todo- para que nunca nos encontremos enfrentando lo que hoy ellos enfrentan, es casi indispensable que podamos también mirarnos en los papás de los condenados. Quizá animarnos a ese espejo nos deje de regalo un corazón más humano, más parecido al de aquellos 120 pibes que charlaron largamente con su sombra. Quizá, si eso ocurre, podamos dormir sin miedo, sabiendo que dejamos un mundo más habitable para aquellos que tanto amamos. 

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – FEBRERO 2023

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