Mis queridos amigos y amigas de la Familia Salesiana: el saludo de este mes nos encuentra a todos ya adentro de este año jubilar que es el Bicentenario del nacimiento de Don Bosco. Y, justamente, hemos pasado ya octubre, el mes misionero mundial por excelencia. Ya lo he podido repetir y compartir varias veces: sería realmente muy hermoso si en este año del Bicentenario de nuestro amado padre, y en años sucesivos, tuviéramos el don de contar con una fuerte animación de pastoral juvenil para toda la Congregación que se traduzca también en abundantes frutos misioneros. El carácter misionero es muy “nuestro’”, constitutivo de la propia esencia carismática.
En este momento tengo muy viva en mi memoria y en mi corazón la celebración del envío misionero que tuve la gracia de compartir en la Basílica de María Auxiliadora de Valdocco, este 28 de septiembre pasado. Se trató de la 145º expedición misionera. Pensé mucho en aquella primera expedición, presidida por un conmovido y decidido Don Bosco, cuando envió a sus primeros hijos para Argentina, capitaneados por Juan Cagliero, en aquel no tan lejano 11 de noviembre de 1875. Las estadísticas nos hablan de que han sido cerca de once mil los salesianos y tres mil quinientas las Hijas de María Auxiliadora enviados hasta la fecha desde esta misma Basílica.
Puedo contarles, hurgando en el baúl de mis vivencias, que en mi servicio en la inspectoría de Argentina sur durante estos últimos años, especialmente en diálogo con mis hermanos salesianos de la Patagonia, pude adentrarme con mayor atención y admiración en lo que fueron las heroicas páginas misioneras y los impresionantes espacios apostólicos de esos primeros hijos de Don Bosco —así como nuestras hermanas, aquellas jóvenes Hijas de María Auxiliadora— en el continente latinoamericano. Y pude apreciar, una vez más, la calidad humana, el arrojo apostólico, y la santidad de estos primeros misioneros y misioneras. De hecho, don Raúl Entraigas, en su biografía sobre el cardenal Cagliero, ya había dicho que “parecía que estos hombres habían sabido arrancar del corazón de Don Bosco su secreto de santidad”.
En la celebración en la Basílica, fijando mis ojos y mi corazón en cada uno de los salesianos, Hijas de María Auxiliadora y laicos que recibían la cruz y el mandato misionero en Valdocco, pensé rápidamente en cada uno de los miembros de nuestra Familia Salesiana en el mundo entero. Los enviados no han querido ser un simple grupo de privilegiados o de elegidos exclusivos sino, más bien, un fermento en la masa: un estímulo para que seamos siempre, allí donde nos encontremos, auténticos evangelizadores y misioneros de los jóvenes. Este, creo yo, es uno de los mejores regalos que podremos hacerle a Don Bosco en su cumpleaños número doscientos: el de una Familia Salesiana más misionera, más apostólica, más “en salida”, como nos recuerda el papa Francisco.
Por eso invito a que cada grupo pueda tomarse su tiempo, en los diversos niveles de responsabilidad, para hacer una sincera autoevaluación misionera que lleve a preguntarse cómo podemos ser más y mejores misioneros, según los aspectos propios de la identidad carismática de cada grupo. Y al mismo tiempo, esto lo podrá hacer cada amigo y amiga de Don Bosco, cada joven que se siente inspirado y amado por el Padre de la Juventud, cada matrimonio y familia que lo tiene como protector y modelo. ¿A dónde nos invita a llegar? Estoy convencido que si se lo preguntamos sinceramente a Don Bosco, sobre todo a través de la oración, un sinnúmero de iniciativas y de nuevos senderos misioneros salesianos se irán abriendo poco a poco, justamente allí donde podría parecer que la esperanza se hubiese quedado muda. Basta pensar en el maravilloso ejemplo de este grupo de jóvenes que el mes pasado, en Sierra Leona, inspirados por Don Bosco y por Domingo Savio, decidieron arremangarse y arriesgar sus propias vidas para salvar las de los sus hermanos y hermanas dramáticamente afectados por el virus del Ébola.
Y en esto percibimos un elemento esencial de renovación misionera para nuestra Familia Salesiana: saber despertar a nuestros jóvenes a la “fantasía de la caridad”, como le gustaba decir a San Juan Pablo II. Allí donde los adultos podemos correr el riesgo de “enredarnos” en estructuras complejas y vetustas —que no siempre responden plenamente a las necesidades más urgentes de los más pobres, los excluidos y quienes están en peligro— los jóvenes, animados y orientados por la experiencia de los adultos, sí podrán encontrar “nuevos cielos y tierras nuevas”. No tengamos entonces miedo de darles espacio para que vuelen alto, para que vayan más lejos. Y así, con ellos, toda la Familia Salesiana podrá volar más alto e ir más lejos. Ser más misionera y más apostólica. Así como Don Bosco la pensó, la soñó y la organizó.
Un gran y afectuoso abrazo, pidiéndole a Don Bosco su intercesión y bendición para todos.
Por Don Ángel Fernández Artime