“Los pobres nos enseñan el estilo de vida de Jesús”

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Vive en los barrios más pobres de la ciudad de Córdoba. Allí acompaña a chicos y chicas que enfrentan el consumo de sustancias con hogares y talleres donde encuentran casa y trabajo.

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La parroquia Crucifixión del Señor está conformada por los barrios Müller, Maldonado y seis asentamientos de emergencia que se extienden en la periferia de Córdoba capital. Allí vive y trabaja el padre Mariano Oberlín. Conocido en la provincia por su trabajo social y su denuncia de la presencia de paco en los barrios de la ciudad —que le valió numerosas amenazas por parte de bandas criminales—, en 2016 fue reconocido como “Cordobés del año” por La Voz del Interior.

Un doloroso y traumático episodio de inseguridad que involucró a un custodio policial y terminó con la vida de un chico de trece años lo alejó del barrio durante unos meses. Hoy, aun intentando entender lo que pasó, entre mates y teléfonos que no dejan de sonar se hace un tiempo para recibir al equipo del Boletín Salesiano una fría mañana de agosto.

¿Cómo llegaste a este barrio?

Yo nací en un barrio muy humilde, así que cuando me mandaron acá estaba feliz. Pero con el paso del tiempo vi que todo era un poco más complicado de lo que me imaginaba. Los primeros tres responsos que recé fueron a dos chicos que se había suicidado después de un episodio de consumo, y a una nenita que la ahorcaron, aparentemente, por un ajuste de cuentas por la droga.

Tenía la sensación de que en la parroquia estábamos totalmente en otra, peleando por cómo dejábamos la salita después de las reuniones. Eran como peleas a muerte, pero mientras tanto se nos estaban muriendo los chicos. Hasta tuve la intención de irme. Y en ese momento, con un grupo de gente que también estaba preocupada por la situación empezamos a intentar algo.

Comenzamos con un tallercito de herrería. Yo hacía de profe y lo que producíamos lo vendíamos. Después cobré una indemnización —su padre fue desaparecido y asesinado durante la última dictadura militar; casualmente, en un centro de detención que está ubicado en el territorio parroquial y donde ahora funciona una de las “casitas”— y logramos comprar una casa. Más tarde la Provincia nos cedió un terreno para otro taller y una casita.

¿Y actualmente qué proyectos se están llevando adelante?

Hoy tenemos cinco casas donde viven aproximadamente unos cuarenta chicos que están tratando de salir de alguna situación de consumo de sustancias. Además ofrecemos talleres de oficios, deportivos y culturales. Y también productivos: panadería, tejido y construcción de casas con botellas de plástico…

“Estamos intentando dar respuesta a una situación que no debería existir”

Son emprendimientos que le permiten a la gente una salida laboral. Y surgen porque veíamos que cuando los chicos dejaron de consumir, salen de las casitas y vuelven a caer, porque se encuentran solos en la calle. Entonces, la idea es que puedan sostenerse en comunidad a partir del trabajo; ofrecerles una alternativa, no sólo a los que consumen, sino a todos.

Hoy son unos seiscientos chicos los que pasan por la parroquia cada semana y la mayoría tienen entre 12 y 30 años. Una vez nos preguntaron cómo nos imaginábamos de acá a veinte años. Y yo sueño con que el motivo por el cual estamos trabajando haya dejado de existir.

Desde tu experiencia, ¿cómo es el vínculo entre el Estado y la Iglesia en estos proyectos?

Nosotros no estamos trabajando para el Estado, ni siquiera para la Iglesia, sino para los chicos. Yo, como parte de la Iglesia, trabajo para los chicos. Cuando fue la denuncia del paco en la ciudad me llamó un personaje muy encumbrado de la política y me dijo: “¿Vos qué necesitás para tu gente?”. Y entonces, cuando ví por dónde venía, le dije: “¿Mi gente? Son su gente. Usted es el que fue votado para solucionar sus problemas. Si le sirve lo que hacemos, yo lo puedo ayudar”.

“El aporte que nos hacen estos barrios es recordarnos el sentido de nuestra existencia, que es anunciar el Reino de Dios”

Por otro lado, cuando comenzamos a generar un vínculo con el Estado, empezó a venir a trabajar gente que no compartía la fe, y yo entonces “aflojaba” un poco en cuanto al anuncio explícito del Evangelio, para no generar conflicto. Y en las casitas, los chicos empezaron a preguntarme si ellos no podían rezar: “A nosotros nos hace bien, cada tanto nos juntamos y rezamos”, me decían. Entonces empezamos a rezar juntos, y es impresionante cómo cambió la dinámica de las casitas. La fe ayuda a encontrarle un sentido a la vida, a descubrir una dimensión que en la vida cotidiana es difícil de descubrir. Cuando tenés un sentido espiritual, sacás la fuerza de otro lado.

¿Y qué creés que le aportan estos barrios a la Iglesia?

Muchísimo. Una iglesia que se olvida de los pobres se ha olvidado de Jesús y de sus amados. Los pobres tienen que ser la opción preferencial de la Iglesia, pero para ayudarlos a salir de esa situación. Y a su vez, los pobres también nos muestran el estilo de vida de Jesús. Si la Iglesia no está en este lugar, hay algo que no está funcionando. El gran aporte que nos hacen estos barrios es recordarnos nuestros orígenes y el sentido de nuestra existencia, que es anunciar la Buena Noticia del Reino.

Y otra cosa que debemos aprender es la manera de festejar que tienen los pobres. Festejan la vida, el cumpleaños, un nacimiento. A veces como Iglesia estamos muy encariñados con ciertos lujos o cosas que para muchos son inaccesibles… pero lo importante es el motivo y no el modo en que se festeja. Debemos volver a tener en claro eso para encontrar los motivos para festejar y no tanto imponer modos de cómo hacerlo. (punto final)

Por Ezequiel Herrero y Santiago Valdemoros

BOLETIN SALESIANO – SEPTIEMBRE 2018

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