Que el poder esté al servicio. Que estar juntos no nos separe. Que nos reconozcan por nuestras obras
Es poco lo que sabemos con certeza sobre Santa Corona —o Estefanía—, nacida alrededor del año 160 en Egipto o Siria y muerta como mártir hacia el 177. Según la tradición, es protectora del dinero, de los carniceros y de los buscadores de tesoros. Recién con la aparición del “coronavirus” se la considera también protectora en tiempos de epidemias…
Las reflexiones que siguen no se ocupan de esta joven mártir, sino de lo que hoy a todos nos preocupa y amenaza: el virus mortal que por su forma ha sido denominado “corona”.
Hablar de “los dones de Corona” parece estar fuera de lugar en momentos en que sufrimos las consecuencias de la pandemia, desde el encierro obligatorio hasta los efectos en la economía mundial… sin olvidar el propio bolsillo.
No negamos esta realidad negativa, pero podemos recordar que hay también otros aspectos de nuestra experiencia que no son negativos. Aquí señalaremos algunos de ellos, que pueden justificar el título de estas páginas.
Poder y debilidad
En todo el mundo se mostraron las imágenes: el anciano solitario caminando con paso cansado a lo largo de la basílica o de la plaza de San Pedro, sin el clero alrededor de él y sin la multitud de creyentes allí reunidos. ¿No era la prueba de la debilidad del Papa frente a la gran amenaza, el reconocimiento de su incapacidad para ayudar a la humanidad sufriente? ¿O era la referencia paradójica al único Omnipotente, al Señor y fuente de la vida? Sin duda es una cuestión de fe, pero la respuesta puede dar una esperanza contra toda esperanza.
También los “poderosos” de este mundo —o los que son considerados como tales— están confrontados con el mismo fenómeno. Para algunos de ellos —no para todos— la cosa se vuelve difícil. Muchas veces niegan las consecuencias negativas de la pandemia o la interpretan de un modo que sirva a sus intereses políticos. No les interesa que esto cueste la vida de miles de personas. El sentido de humanidad nunca fue su lado fuerte. Dado que tampoco la verdad es su lado fuerte, se contradicen o sostienen abiertas falsedades sin necesidad de legitimarse.
Todas estas actitudes son el manto que quiere cubrir la propia debilidad y el temor de perder el poder al que se aferran. Ninguno de ellos permitiría que lo muestren caminando solo por las calles desiertas de la gran ciudad. Sería un signo de debilidad. La pandemia es la hora de la verdad sobre la realidad del poder.
Vivir encerrados
A puerta cerrada es una pieza de teatro de Jean Paul Sartre, en la que tres personas están encerradas para siempre en el infierno y allí tienen que soportarse mutuamente. Nosotros no estamos encerrados en el infierno y tampoco haremos nuestra la conocida frase: “El infierno son los otros”.
Las circunstancias son diversas con respecto al espacio —en un pequeño departamento o en una casa grande, en un pueblo o en la gran ciudad— y a las personas, sobre todo si no vivimos solos, sino con nuestra familia o amigos, o con gente desconocida. En todas estas variantes hay algo constante. Tenemos que vivir juntos compartiendo un espacio limitado. Ahí surge el desafío.
Sin comprensión y tolerancia recíproca, sin disponibilidad y voluntad de servicio, la convivencia puede volverse una prueba difícil que llevará a una crisis. Al estar obligados a vivir juntos las veinticuatro horas del día, el tiempo en común es también la hora de la verdad en la que mostramos nuestro verdadero rostro: ¿Seremos abiertos y creativos para aprovechar las oportunidades que nos brinda esta situación inesperada, o nos encerraremos en nosotros mismos “celebrando” la desgracia que tenemos que vivir?
Los otros no son necesariamente el infierno. También pueden ser la ocasión para que les brindemos algo de nosotros mismos, desarrollando energías que hasta ahora no habíamos descubierto.
La fe en la vida cotidiana
Las personas creyentes sostienen opiniones muy distintas sobre el modo de vivir la propia fe. La situación que vivimos no tiene precedentes en la historia de la Iglesia: en casi todo el mundo se han suspendido las funciones litúrgicas abiertas a todos los fieles. Los acontecimientos dan que pensar:
Sobre el núcleo de la fe cristiana. Al tener que convivir en un espacio cerrado hemos aprendido la lección: sin los signos concretos de la asistencia recíproca, de la mirada solícita a las necesidades de los otros, de la comprensión y la paciencia, la fe se vacía de contenido y relevancia.
No negamos el valor de la liturgia y de los signos sacramentales, pero los creyentes se enfrentan al reto de vivir su fe en un ambiente secular, lejos del lugar sagrado y de sus exponentes. Una anécdota: el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, celebró la liturgia pascual en Londres en la cocina de su vivienda —aunque lo hizo con las vestimentas litúrgicas—.
Sobre los ministerios y los servicios en la Iglesia. La cuestión de los ministerios eclesiales ha sido muy discutida en algunos ambientes: ¿Quién puede ejercer un ministerio? ¿Quién está excluido?
Las circunstancias actuales dan una respuesta clara. La Iglesia “ministerial” se ha recluido, y tiene sólo una presencia “virtual”. Los actos litúrgicos y los entierros se hacen en espacios reducidos, en pequeñas dimensiones. La cosa no da para más. Nunca se ha puesto tan manifiesto como ahora: la Iglesia vive de los servicios que ejerce y brinda, no de los ministerios.
Sobre la verdad al fin de los tiempos. El Evangelio de Mateo describe una escena grandiosa: toda la humanidad se reúne frente al Hijo del Hombre para ser juzgada por él (Mt 25, 31-46). Ni la piedad ni la confesión de fe son las que determinan la sentencia: “En verdad les digo que cuanto hicieron a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron” (25,40).
Lo que cuenta es la asistencia que se ha prestado a los necesitados, porque en la figura de cada uno de ellos estaba presente el Señor. No es necesario que las muchas personas comprometidas en la atención de los enfermos durante la pandemia conozcan estas palabras ni crean en su contenido. Lo decisivo es que obran según el principio de la misericordia. Recibirán la recompensa.
En tiempos de desgracia, nunca faltan los profetas que ven en ellos algún designio de Dios. Estas consideraciones son más modestas. Los “dones de Corona” se concretan en la ayuda para entender la realidad que vivimos descubriendo en ella algo más de su verdad. Por estos dones tendríamos que estar muy agradecidos. Nos hemos detenido en tres ámbitos, pero ellos no son los únicos que se podrían iluminar. Esto fue sólo un intento de interpretar los signos de los tiempos.
Por Horacio E. Lona, sdb
BOLETÍN SALESIANO ABRIL 2020