Una invitación a amar sin condiciones
Por M. Susana Alfaro //
salfaro@donbosco.org.ar
Sobre la cama está extendida la remera que me voy a poner dentro de un rato para ir al Patio. “Soy de los tuyos” dice en el frente; en la espalda tiene tu rostro, sonriente como siempre.
Recién me doy cuenta de que la remera te habla a vos, es como un aviso.”Ey, Don Bosco, mirá que soy de tu equipo, contá conmigo“. Saberme de tu tropilla me hace sentir un orgullo bárbaro, pero hoy, me provocó una extraña tristeza.En estos días se está discutiendo el tema de la baja en la edad de imputabilidad. Es un tema complejo que enciende un montón de sensibilidades y despierta muchísimas preguntas. Eso no me preocupa, las preguntas nos obligan a pensar y nos hacen avanzar, lo que me preocupa es ver que cuando discutimos esos temas, hablamos de los adolescentes que cometieron un delito como si no tuvieran nada que ver con nosotros, como si fueran una categoría aparte de los pibes con los que nos encontramos en el patio. Dejamos de nombrarlos como siempre y pasan a ser “menores”, anónimos. Y decimos cosas como: “Si fueron grandes para cometer el delito, que lo sean también para bancarse el juicio y la pena”, o “Ya no tienen solución lo lamento, que se pudran en la cárcel así no hacen daño a nadie más”.
Con miedo y en peligro
¿Sabés? Nosotros conocemos a los pibes, tenemos la Casa llena de ellos. La mayoría vive con miedo. Algunos nos cuentan que salen de la casa con miedo, se despiden de los viejos con miedo, andan en bici con miedo. Salen con la novia, charlan en la puerta, van a bailar con miedo. Nosotros, que estamos con ellos, nos damos cuenta de que en muchos, el miedo ya se transformó en bronca, una bronca que crece y que los tiene en alerta, a la defensiva, y que los hace reaccionar ante la menor dificultad.
Otros, vienen de sus casas partidos de soledad, hacen como que manejan el mundo con una mano pero en sus ojos la tristeza tiene la profundidad del océano. Ellos también tienen miedo. Los asusta sentir que no llegan, que la sociedad tiene enormes expectativas sobre ellos y no se sienten a la altura, pero no lo dicen porque tienen miedo de quedar afuera. Ven que el mundo los espera con fuegos artificiales, papelitos de colores y cámaras encendidas para documentar un éxito del que no se sienten capaces y se mueren de miedo. Viven en un mar de ansiedad, manejando como locos, consumiendo en exceso y anestesiándose con sustancias cada vez más eficaces que los hacen perder registro de todo.
Y vienen algunos que tienen la mirada lejos, como si hubieran vivido cien años, pero son frágiles como pajaritos. Tienen el desamparo tatuado en la piel reseca y un mangazo en la punta de la lengua. La vida siempre les ha dicho que no, entonces intentan mil veces, buscando un sí que los haga sentir importantes y les permita llevar algo a su casa o, al menos, tener algo que aportar en la juntada de la esquina. Primero se muestran esquivos, pero al final, deponen las armas y empiezan a cambiar el mangazo por el compartir “Mis vieja se murió cuando yo era chiquito y mi viejo aguantó un par de meses y se fue. Nos dejó con unos vecinos”, “mi viejo me mandaba a entregar merca en el fondo del barrio, a mi me daba mucho miedo” Y tantos otros relatos, tantas vidas, tantas… Tanto miedo.
Por desesperación, buscando adrenalina, por andar acelerado, por embriaguez, por exceso de bronca, por falta de horizontes, cualquiera de ellos podría quedar atrapado en una situación que lo lleve a tener que enfrentar un juicio y cumplir una pena.
Sin condiciones
Vienen a mi memoria las palabras con que les hablabas a tus colaboradores y las que les escribiste desde Roma. Una declaración sobresale entre todas: “Me basta que sean jóvenes para amarlos”. Sin más vueltas. Sin condiciones, solo esa: que sean jóvenes.
Para vos Don Bosco, amar nunca fue dejarles pasar todo, ni eximirlos de responsabilidad; amarlos fue siempre que te importaran sus cosas, su bienestar, sentirte responsable de su destino.
Para vos, querido Don Bosco, amar nunca fue dejarles pasar todo, ni eximirlos de responsabilidad; amarlos fue que te importaran sus cosas, su bienestar, sentirte responsable de su destino. Ese modo tan radical de amarlos me conmueve y lo siento como una invitación a jugármela yo también, a apostar fuerte a la bondad que anida en cada uno, porque amar de verdad es esperar lo mejor, desear lo mejor, “que sean felices aquí y en la eternidad”, y empeñar la propia vida para que así sea. Eso es lo que hiciste vos con tus muchachos. Lo dijiste con toda claridad: “Hasta mi último aliento será para mis queridos jóvenes”.
“Me basta que sean jóvenes…” cada vez que la digo me parece más hermosa. Es como proclamar que nos cabe una responsabilidad generacional sobre los que vienen atrás: compartir lo que sabemos del mundo, mostrarles su hermosura y sus misterios y ayudar a que cada cual descubra dónde y de qué manera quiere hacer su aporte, para entregarlo, a su vez, a los que siguen. Una responsabilidad que incluye cuidarlos y garantizar que tengan lo que necesitan para crecer fuertes, sanos y felices, ensanchando la mente y el espíritu.
Deudas pendientes
Cuando lo pienso así, la cosa cambia, y me doy cuenta de que, tal vez, nos estamos salteando una parte porque, evidentemente, si estamos pensando en bajar la edad de imputabilidad es porque no pudimos transmitirles lo que queríamos sobre el valor de la vida y el cuidado, algo no anduvo bien. ¿Cómo podemos exigirles a ellos “que se hagan cargo“ si no empezamos por asumir nuestro propio naufragio? ¿No vemos que el delito adolescente habla del fracaso estrepitoso de nuestra capacidad de alojar y cuidar la vida que nos fue confiada?
Si estamos pensando en bajar la edad de imputabilidad es porque no pudimos transmitirles lo que queríamos sobre el valor de la vida y el cuidado.
Mirá nuestro patio, está lleno de adolescentes y de animadores. Nos conocemos y compartimos el juego, los mates, la vida. Sabemos de la timidez del “Tano”, la risa de Ivana, la agudeza de Adrián. Son “nuestros chicos”, los queremos de verdad y acompañaríamos a cada uno en cualquier circunstancia que le tocara vivir. Pero en estos días sentí que, a veces, esa incondicionalidad se nos agota en los conocidos. Tenemos que hacer el camino que nos lleve a que cualquier pibe, cualquier piba, sea para nosotros como el “Tano”, como Ivana, o Adrián. Un camino que finalice cuando todos los pibes sean nuestros pibes, cuando nos duela en el alma la vida que se pierde por un celular pero también nos parta al medio la vida perdida del que pasó de la calle a la cárcel sin escalas y la del que, pudiendo tenerlo todo, la pierde en una sobredosis de sinsentido. Es posible que en el caminar vayamos encontrando las respuestas que tanto buscamos, que podamos diseñar con creatividad estrategias y dispositivos de acompañamiento no para tomar distancia y quedar a salvo, sino para poder estar bien cerca de estos “menores”, siendo – como vos dijiste- “un amigo que los aconseje”, apostando a esa “fibra sensible al bien” que nos enseñaste a buscar en cada uno.
Mientras tanto, te pido que te quedes por acá, cerca nuestro. Vos, que te animaste a pasear con los pibes presos pese a lo que todos te advertían, y los invitaste a tu casa aunque se robaran las mantas y los abrigos; vos, que fuiste a buscar al matoncito del barrio y a fuerza de confianza lo sumaste a tus filas; vos, que llamaste a tu propia mamá, Margarita, para que les lavara, les cocinara y les cosiera la ropa con el mismo amor que lo había hecho para sus hijos, quedate cerca nuestro y pedile a esa otra Madre que tanto te cuidó que cuide también nuestro corazón, para que seamos, cada vez más, “de los tuyos”.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JUNIO 2025