La historia de Benson

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El padre Jorge, misionero salesiano en África, comparte una experiencia de misericordia a partir de su encuentro en Ghana con el joven Benson.

A Benson lo conocí un día de septiembre, hace ya varios años, en el medio de la selva ghanesa, en la escuela de formación profesional que los salesianos habíamos levantado en Odumase para preparar jóvenes para el mundo del trabajo.
Recuerdo que fue al mediodía. Era la estación seca y el sol tropical ardía en el cielo africano. Yo estaba sentado en mi oficina cuando llegó una anciana con un chico de baja estatura. La viejita se plantó delante de mí con la determinación de alguien que sabe muy bien lo que viene a decir y hacer. “Akwaaba”, bienvenidos, les dije, y les pregunté cuál era el motivo de su visita.
Venían de una aldea lejana. La anciana era su abuela. El pequeño Benson había perdido a su mamá debido a una enfermedad y su papá se había suicidado, desesperado por el dolor y la pobreza. La abuela me dijo que no le quedaba mucho tiempo de vida y que me entregaba al niño en adopción. Así nomás, sin anestesia, sin diplomacia. Le dije que eso no era posible, porque nosotros, los salesianos, no adoptamos chicos. Me miró a los ojos, lo dejó a Benson, pegó media vuelta y se fue de la oficina. Nunca más volví a verla.

Delante de mí, tenía a este niño huérfano, con una bolsa plástica de supermercado con todas sus posesiones, sin hablar una palabra de inglés y con los ojos llenos de lágrimas.

Delante de mí tenía a este niño huérfano, con una bolsa plástica de supermercado con todas sus posesiones, sin hablar una palabra de inglés y con los ojos llenos de lágrimas. Justamente en estas situaciones límite, los misteriosos mecanismos de la misericordia divina se ponen en movimiento.
Sentí una profunda compasión por Benson. Recordé que cuando me hice salesiano lo hice con la intención de ser papá de los chicos que no tenían papá ni mamá. Y no era cuestión de darle cosas, sino de “dar-me” a mí mismo. Era una llamada a recibirlo como a un hijo, hacerle sentir que él era importante para mí; que no estaba solo, ni que estaba todo perdido para él. Necesitaba mi cariño, afecto, atención, tiempo, aliento… mi palabra amiga. Y yo estaba dispuesto a aceptar el desafío: “No basta amar, tienen que sentirse amados”, nos había dicho nuestro padre Don Bosco.
Teníamos una casita en un valle y ahí fue Benson a vivir con otros chicos que querían estudiar y venían de lejos. Así nacieron los primeros internados de Ghana. Benson estudió agricultura. Era un chico de aldea y sabía cómo usar el machete. Un “Ceferino” africano había llegado a nuestra casa.
Para sorpresa de todos, Benson aprendió inglés rápidamente. Terminó la escuela con el promedio más alto, enamorado de la tierra y del trabajo en el campo. Cuando le pregunté qué tenía pensado para el futuro, me dijo: “Tengo un sueño, quiero terminar la secundaria. Y así fue.
Después de la graduación, le pedí que se dedicara por dos años a la atención de los niños de la calle en Sunyani. Aceptó y, al cabo de ese tiempo, le dije nuevamente: “Y ahora, ¿cómo sigue tu historia?”. “Tengo un sueño fue su respuesta quiero ir a la universidad en Accra, y llegar a ser ingeniero agrónomo”. Y así fue. Se recibió no sólo de ingeniero agrónomo sino que más tarde hizo una maestría.

Recordé que cuando me hice salesiano lo hice con la intención de ser papá de los chicos que no tenían papá ni mamá.

Habían pasado 15 años. El pequeño Benson había crecido, no tanto en estatura como en madurez humana y cristiana. Era un joven apuesto, inteligente, que venía a mostrar con gratitud a Don Bosco sus certificados, el fruto de años de sacrificios, estudio y trabajo. Hoy, el pequeño “gran” Benson trabaja con nosotros, en nuestra Oficina Inspectorial de planeamiento estratégico y desarrollo. El joven de la selva, el soñador, se ha transformado hoy en instrumento de la misericordia para ayudar a otros chicos y chicas a soñar como él.

Para cerrar este encuentro, les dejo de regalo esta hermosísima oración de la hermana Faustina Kowalska:

“Deseo transformarme en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, ¡oh, Señor!
Que este más grande atributo de Dios, es decir, Su insondable misericordia,
pase a través de mi corazón y mi alma al prójimo.
Ayúdame Señor, a que mis ojos sean misericordiosos para que yo jamás sospeche o juzgue según las apariencias, sino que juzgue lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarle.
Ayúdame Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás critique a mi prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y de perdón para todos.
Ayúdame Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargar sobre mí las tareas más difíciles y penosas.
Ayúdame Señor, a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio.
Mi verdadero reposo está en el servicio a mi prójimo.
Ayúdame Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. A nadie rehusaré mi corazón.
Seré sincera incluso con aquellos de los cuales sé que abusarán de mi bondad. Y yo misma me encerraré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús.
Soportaré mis propios sufrimientos en silencio.
Que Tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí.
Señor mío, transfórmame en Tí,  porque Tú lo puedes todo”.

Por Jorge Crisafulli, sdb • redaccion@boletinsalesiano.com.ar

Boletín Salesiano, octubre 2016

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