“Hay una estigmatización territorial y una discriminación estructural hacia los jóvenes”

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Gabriel Kessler, sociólogo, realizó a lo largo de su carrera una gran cantidad de estudios y producciones sobre la estigmatización social que pesa sobre los jóvenes, en espacial lo que provienen de los sectores vulnerables. A través de diversos artículos y libros, plasmó su mirada sobre este fenómeno.
En esta línea advierte que la escuela no puede estar ajena a este debate, sino que por el contrario debería hablar de estos temas «porque los chicos los sufren y padecen».
Investigador del Conicet y docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento, Kessler es autor entre otros libros de «La experiencia escolar fragmentada», «Sentimiento de inseguridad», «Sociología del delito amateur». En este último, polemiza con la idea que delito y escolaridad son actividades contrapuestas. Esto es, la hipótesis de que «el fracaso escolar llevaba a los jóvenes a afirmar su identidad mediante el pasaje a la delincuencia». «Yo cuestiono esa idea —señala— primero porque empecé a mirar datos que mostraban a fines de los 90 que muchos de los chicos en conflicto con la ley iban a la escuela. O de jóvenes en cárceles que tenían experiencia laboral.
Entonces, lo que se pone en cuestión es la idea más clásica de escuela por un lado y delito por el otro; cuando en realidad aparecen situaciones de movilidades laterales entre escuela, delito, trabajo y familia. Eso se ve en datos actuales al cuestionar esas miradas de un mundo excluyente».

—¿Cómo analizás la mirada estigmatizante sobre chicos y jóvenes de sectores populares?
—Me preocupa mucho el incremento de los procesos de estigmatización que hay en la Argentina, que no son nuevos, pero que en la medida que están teñidos por la violencia y por el delito son más graves. La amenaza que el otro sea peligroso aparece como el único criterio legítimo para separarlo, mantenerlo apartado, excluirlo, controlarlo. Y sobre todo vemos en los medios de comunicación que es el estigma territorial, asociado a determinados lugares considerados «peligrosos», el que autoriza a juicios de peligrosidad, el que aparece como más legítimo y aceptable, porque no se discrimina a alguien por lo que es, sino por el lugar de donde proviene.

—¿Qué consecuencias trae ese tipo de miradas?
—Esa marca se cuela en la piel y en la frente de quienes viven ahí. Implica consecuencias negativas, mayor presión policial, que los sobrecontrola y subprotege. También tiene un impacto en las oportunidades laborales y hasta en la escuela, que puede llegar a pensar que no hay mucho que se pueda hacer por esos chicos. Y no hace falta que alguien los señale con el dedo, porque además están atravesados por una discriminación estructural.

—¿Cómo sería eso?
— Así como existe una estigmatización territorial, hay una discriminación estructural. Es la generada en esos lugares estigmatizados por una serie de déficits acumulados a lo largo del tiempo: no hay inversiones, hay peores servicios, menor protección y obras; y pareciera que los que viven ahí tienen menor capacidad legítima para imponer sus demandas, porque son considerados ciudadanos de segunda.

—¿Cuál es el rol de los medios en este proceso?
— No todos actúan igual, pero en general son más cuidadosos en no estigmatizar personalmente a alguien porque es pobre. No pasa lo mismo en relación a la estigmatización territorial. Ahí sí hay un menor cuidado y reflexión sobre el impacto que tiene esta discriminación, porque las personas conocen un lugar por los medios, que son los que te dan como un mapa para «no ir por ahí porque es peligroso». En eso los medios tienen que tener una mayor reflexión sobre su lugar en la construcción de la realidad, porque genera un efecto muy fuerte y negativo sobre los que viven «ahí».

—¿Cómo perciben esta mirada segregadora los chicos que viven en esos barrios «peligrosos»?
—Los chicos son totalmente conscientes, hay un sufrimiento cotidiano ligado a la estigmatización porque todo el tiempo hacen carne propia en ese estigma distintas situaciones. Por ejemplo, los chicos que son parados entre 15 y 20 veces por año por la policía, mirados mal o hasta impedidos de entrar en algún lugar por guardias privados. Un grupo de chicas contaba que cuando se sentaban en el tren en Buenos Aires al lado de alguien, esa persona se corría porque tenía miedo que le roben la cartera. Hay un sufrimiento en gran parte de la juventud argentina y aparece poco presente en el debate político el efecto de esa estigmatización. Una de las manifestaciones más brutales es la violencia policial, no sólo la más flagrante y terrible, sino también las microviolencias: ese pararlos para investigarlos, el cacheo constante que hace Gendarmería. Es cada vez más insoportable porque, por un lado, aumentan la represión y la discriminación; y por el otro, los chicos van internalizando un discurso por los derechos humanos. Eso va generando un sufrimiento que aparece apenas se habla con los chicos y las chicas de sectores populares.

—¿Qué respuestas desde las escuelas o los movimientos sociales se pueden pensar?
—Una es trabajar fuertemente en los derechos que tienen los chicos, que puedan defenderse y tengan mayor empoderamiento frente a un policía o un guardia privado. Es una primera cuestión, sabiendo que eso también debe ser utilizado con cuidado. Por eso tienen que saber que hay formas colectivas de protección. Y lo segundo es que, en general, no veo que la escuela exprese de algún modo y ponga sobre la mesa la cuestión de los estigmas. Es un tema incómodo para la escuela. Es doloroso, molesto, complejo, pero si tiene tal presencia en la vida cotidiana de los chicos no alcanza con negarlo. La escuela debería tomarlo, problematizarlo porque está ahí; y los chicos lo viven, sufren y padecen. No estaría mal que se trabaje y se le dé un lugar en la experiencia educativa de los chicos.

—Y no sólo en escuelas de barriadas populares.
—Por supuesto, pensaba en una reflexividad de cada uno de los jóvenes, sobre todo porque se está formando a ciudadanos. Y es central que tampoco sean estigmatizadores o discriminadores. Darle lugar al debate, a que cada uno se pueda posicionar desde el lugar que esté, porque también aparecen otros estigmas. Y más allá de los juicios subjetivos, las distintas investigaciones hablan del padecimiento de los jóvenes. Trabajando en un informe sobre desarrollo humano del Mercosur aparecía muy alta la experiencia de discriminación ligada a las interacciones en la escuela y el boliche. Por eso tiene que estar presente ese debate.

 

Fuente: La Capital de Rosario y www.rionegro.com.ar

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