Una buena educación necesita de madres que quieran a sus hijos y que desde su experiencia los eduquen y orienten, aún cuando ellos muchas veces no logren comprender sus decisiones.
Un día, cuando mis hijos tengan algunos años, los suficientes para entender la lógica que motiva a los padres y a las madres en la educación, yo les diré:
- Te amé lo suficiente como para haberte preguntado a dónde ibas, con quién estarías y a qué hora regresarías.
- Te amé lo suficiente como para no haber quedado callada y hacerte saber, aunque no te gustara, que aquel nuevo amigo no era buena compañía.
- Te amé lo suficiente para hacerte pagar las golosinas que robaste en el supermercado o las revistas que quitaste al dueño del kiosco, y haberte dicho que fueras a hablar con ellos y les dijeras: “Nosotros llevamos esto ayer sin su permiso y queremos pagarlo”.
- Te amé lo suficiente para exigirte que estudiaras, porque ello te ayudaría a madurar como persona.
- Te amé lo suficiente para hacerte comprender que ni los gritos, ni los berrinches eran lo mejor para ti.
- Te amé lo suficiente para que comieras lo que te hacía bien aunque tú no lo comprendieras.
- Y, sobre todo, te amé tanto para decirte muchas veces “no”, cuando sabía que podrías odiarme por eso.
Estoy contenta, vencí. Y vos también ganaste. Y cualquiera de estos días, cuando mis nietos hayan crecido lo suficiente para entender la lógica que motiva a los padres y madres; cuando ellos te pregunten si tu madre era mala, tú les dirás:
- Sí, nuestra madre era mala. Era la madre más mala del mundo. Los otros niños comían golosinas en el desayuno y nosotros teníamos que comer cereales, leche y fruta. Los otros niños bebían gaseosas, comían papas fritas y helados en la comida y nosotros teníamos que comer arroz, verduras y pescado.
- Sí, nuestra madre era mala. Ella tenía que saber quiénes eran nuestros amigos y qué hacíamos con ellos. Insistía que le dijéramos con quién íbamos a salir, aunque fuese sólo una hora. Nos repetía que le dijéramos siempre la verdad. Nuestra vida sí que era dura.
- Sí, nuestra madre era mala. No permitía que nuestros amigos manden un WhatsApp para que saliéramos; tenían que bajar, llamar a la puerta y entrar para que ella los conociera.
- Sí, nuestra madre era mala. Porque nos exigía cumplir con el deber, cosa que no hacían otras mamás.
- Sí, nuestra madre era mala. Nos exigía ser educados, respetar a los ancianos, perdonar a los que nos ofendían, ayudar a la gente.
- Sí, nuestra madre era mala. Cuando todos podían volver tarde por la noche con 12 años, nosotros tuvimos que esperar hasta los 16 para poder hacerlo, y aquella madre mala se levantaba para saber si la fiesta había estado bien y comprobar en qué estado estábamos al volver.
Por culpa de nuestra madre, nos perdimos muchas experiencias en la adolescencia, pero ninguno de nosotros estuvo envuelto en grandes problemas. Ello nos hizo convertirnos en adultos educados y honestos. Usando esto como ejemplo, estoy tratando de educar a mis hijos de la misma manera. La culpable de todo fue ella. Ahora que somos adultos, honrados y educados, estamos haciendo lo posible para ser “padres malos”, como fue mi madre.
Las mamás “malas”, que son las buenas, saben exigir a sus hijos, siempre con racionalidad y afecto.
Las mamás “malas”, que son las buenas, educan bien porque en la lucha de los hijos por ser autónomos no los protegen en exceso ni los ahogan. Saben exigir a sus hijos, pero siempre con racionalidad y afecto. El permitir todo o el prohibir todo no educa. Pero una buena educación pide que haya “mamás malas”; o mejor, mamás buenas que nos quieran y que desde su experiencia nos eduquen y orienten.
Bertolt Brecht tiene una frase bella que me permito aplicar a las madres: “Hay mamás que luchan un día y son buenas. Hay otras que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenas. Pero hay mamás que luchan toda la vida. Esas son las imprescindibles”.
Por José Antonio San Martín, sdb • redaccion@boletinsalesiano.com.ar
Boletín Salesiano, octubre 2017