Con el pesebre alcanza

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Celebrar es reconocer el don de la vida que palpita a cada momento, pero terminamos cediendo antes las presiones del consumo: la sencillez del nacimiento de Jesús nos invita a repensar nuestras formas de festejar.

En la misma medida en que se multiplican las necesidades, se multiplica la insatisfacción. El hombre que no reconoce su sed por lo Absoluto buscará en la posesión y en la acumulación una satisfacción que, en su verdad desnuda, no es más que una tenue compensación. El nacimiento de Jesús ya es en sí mismo un mensaje de esperanza, pero no lo es menos su modo. El obrar de Dios nos habla de Dios mismo y Él no sólo quiso hacerse hombre, sino que quiso nacer niño en un establo, en tránsito, y tener como cuna un pesebre.

 ¿Consumación o consumición?

Por momentos las palabras suelen jugar con nosotros. Los cristianos entendemos que el nacimiento de Jesús es la consumación de la revelación del Padre, pero el mercado con todos sus artilugios propagandísticos a cuestas nos hace creer que es la consumición la que carga de sentido a la celebración.

Es paradójico, pero real. Se gasta para tener y la posesión se vuelve efímera, ya que ante la próxima novedad —que no tarda en llegar— se vuelve a comprar. El consumo ha penetrado tanto en nuestro mundo interior que no podemos separarlo de la celebración. La gratuidad no cuenta para una sociedad mercantilizada. El sentido último de toda celebración es reconocer la vida que palpita en cada acontecimiento y, sin embargo, cedemos ante las presiones y las “posibilidades” del entorno para sumar nuestra cuota de consumo.

El consumo ha conquistado tanto nuestro mundo interior que no podemos separarlo de la celebración.

Consumir, gastar, comprar, tener: son términos de nuestra cotidianeidad y superan las barreras sociales. Cada uno los desarrolla desde sus posibilidades y en muchos se manifiestan como un deseo a alcanzar, ya que consumir pareciera que nos constituye en personas, nos da un lugar, nos permite ser visibilizados por una sociedad que ignora al despojo y la austeridad. No es casual que estemos viviendo en el siglo de la basura. El descarte es cotidiano y significa miles de toneladas en las grandes ciudades y, tal como dice el papa Francisco, no se necesita mucho para que del consumo generador de basura se pase a que las personas mismas que van quedando excluidas del sistema sean tratadas como material de descarte.

La mercantilización de los vínculos

No existe nada más gratuito que un vínculo. Las relaciones crecen, maduran y se profundizan desde el mero hecho de estar. No hay nada más gratificante y significativo en nuestras relaciones que saber que alguien tiene tiempo para nosotros y que nosotros podemos reorganizar una agenda simplemente para estar con alguien. El valor de la presencia pareciera vaciarse ante la presión de tener que hacer un regalo, justamente cuando el sentido más profundo que tiene un verdadero regalo es su gratuidad. Ante mayor ausencia más grande el obsequio, y de esa manera muchos sobrellevan su culpa y no caen en la cuenta del engaño. Culpa porque en algún rincón del alma se sabe que no puede intercambiarse uno mismo por un objeto, y engaño porque caemos de a ratos en las trampas publicitarias que sustituyen afectos por objetos.

El mercado agiganta sus ofertas y con el brazo poderoso de la publicidad hace de los vínculos más cercanos —padre, madre, niño— una oportunidad de ventas. Sabe perfectamente de la importancia de los vínculos entre las personas, por eso toda la publicidad apunta a ofrecer lo que en sí misma niega. No nos vende una licuadora, sino la oportunidad de que mamá tenga menos trabajo; no nos ofrece una camiseta de fútbol, sino la oportunidad de que papá esté más tiempo jugando con su hijo en la plaza; no nos ofrece un teléfono, sino la seguridad y la comunicación que todo niño y adolescente merece. Lo que no terminamos de darnos cuenta es que vamos por harina y volvemos con talco. Los vínculos crecen en la medida en que nos relacionamos, y para ello no hace falta llenarnos de cosas. El mejor regalo es poder regalarnos a nosotros mismos y aceptar la presencia del otro como una fiesta. No siendo suficiente con esto, se han multiplicado los “días”: de la secretaria, del psicólogo, del director, del médico. La lista podría ser infinita y cada día acompañado de su torbellino de ofertas. No se honra un desempeño, sino que se lo posiciona para el mercado. Reconocer significa comprar.

Así como muchos confunden ser con tener, dando a la posesión un lugar identitario, en términos de relación confundimos vínculo con precio. El valor de estar con otro se intercambia por el costo del regalo que suple. ¿Se podrá celebrar sin consumir? ¿Habrá lugar para la fiesta gratuita?

Marketing y pesebre

El sistema sabe que lo que no puede acallar lo tiene que enaltecer al extremo. Es una manera de silenciar. Si hay una voz que puede ser oída y afecta intereses, lo primero que se intenta es acallarla, y si no se puede se le hace un monumento, un símbolo que de tan significativo termina siendo inalcanzable. Con respecto a la Navidad se intentan las dos cosas en simultáneo. Por un lado la imposición de “Papa Noel”, un bonachón repartiendo regalos que no genera el más mínimo cuestionamiento, paradigma moderno de la felicidad y del “todo está bien”; y por el otro un pesebre producido y edulcorado, la imagen del niño Dios que enternece, una postal ambientada que hasta nos da la sensación de que huele a jazmines. A esa imagen se le agrega la romántica presencia de los Reyes Magos, a los que se les transforman sus ofrendas de reconocimiento al Misterio más grande de la historia en unas grandes bolsas de regalos para todos los niños —bolsas que se encuentran en los centros comerciales más cercanos y con importantes descuentos—.  De esa manera se vacía de contenido al “Dios con nosotros” y por lo tanto nada ha de cambiar en nuestras vidas. Podemos seguir consumiendo, ignorando al sufriente que pasa a nuestro lado y celebrando en cadena sin saber muy bien qué.

Lo que no puede acallar el sistema lo enaltece al màximo, como pasa con la Navidad.

Si miramos con detenimiento el pesebre podremos ver el amor manifestado en su máxima expresión. No hay nada y está todo. Dios se ha hecho hombre de la manera más contradictoria que podamos imaginar. Si se hubiera contratado una empresa de marketing para el nacimiento del hijo de Dios, ¿hubiera sido de esa manera? El pesebre nos muestra que lo importante está en otro lado, estamos tan enceguecidos con lo fantástico que somos ciegos para lo maravilloso.

Un Dios que nace pobre, escondido, a las afueras por no tener lugar, perdido en un establo y recostado en un pesebre es una luz que nos invita a profundizar nuestra vida. En ese pequeño establo hay una familia que vive la dicha de su mera existencia compartida, la pobreza no es un obstáculo y a la vez es una denuncia. Los centros poderosos no reconocen al Salvador en esa condición, al igual que nosotros hoy no lo reconocemos en medio de tanta exaltación mediática: en aquel momento estaban ocultos, hoy están sobreexpuestos y tapados de ofertas. El Misterio sigue alejado de nuestra conciencia.

Cuando no quise nada lo tuve todo…

Un místico cristiano, San Juan de la Cruz, nos deja la gran y difícil enseñanza de que “al todo se va por la nada”. Pareciera una gran contradicción a nuestros oídos abarrotados de ofertas; lo cierto es que quien quiere lo más tiene que tener capacidad de ir dejando lo menos. Traducido en cotidiano, nos quiere decir que los vínculos tienen peso propio, que valen por sí mismos y que no hacen falta cosas allí donde abunda el encuentro entre nosotros, la capacidad de ser hermanos, que nos revela el rostro del Padre. Al encuentro con Dios se va por el camino de los hombres.

El mejor regalo es poder brindarnos a nosotros mismos y aceptar la presencia del otro como una fiesta.

Esta experiencia, que sin lugar a dudas es profundamente mística, es la que realizó Don Bosco en Valdocco. Supo desde sus inicios que la salvación de la juventud debía ir por el camino de hacer familia, vínculo estrecho, amistad profunda. En Valdocco se festejaba, se celebraba la fe y la vida al unísono, y se lograba una experiencia de sentido por fuera del consumo. Hoy nuestros jóvenes están sometidos a una publicidad y presión social consumista constante, y a la vez se experimenta mucha soledad.

El oratorio ha de ser el pesebre del encuentro, el ámbito en donde pueda experimentarse que el tiempo compartido no tiene precio. En la medida en que aceptemos al amor de Dios manifestado en la fragilidad y pobreza de un niño, podremos celebrar sin consumir, no con ausencia de regalos, sino con ausencia de sometimiento.

Por José Luis Gerlero jgerlero@donbosco.org.ar

Boletín Salesiano de Argentina, Noviembre 2015.

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