Nadie nace ilegal. Nadie llega al mundo con papeles. La legalidad y los papeles son un orden que inventaron los hombres para organizarse. Crear vida es el único acto que nos emparenta con Dios, ese Dios que se metió en la piel del joven Mamoudu para salvar los cuatro años de vida del niño que apenas se sostenía colgado de un balcón en el cuarto piso de un edificio de París.
Los diarios —y con razón— llamaron “héroe” al protagonista de esta historia. Pero antes le agregaron los calificativos de “sin papeles” e “ilegal”. En efecto, Mamoudu llegó de Mali a la “Ciudad Luz” como tantos inmigrantes que buscan la tierra prometida. El caso facilitó un contraste inhumano: “miren al indocumentado bueno, este sí que vale la pena”. Y el Gobierno francés reforzó el destrato, y le otorgó la nacionalidad en reconocimiento a su valor.
Como en una kermesse, el premio mayor es un pasaporte. Y si tener valor y cuidar la vida merece esa distinción, ¿habría que haber deportado a todos los franceses que vieron al chico coquetear con la muerte durante largos minutos, sin hacer nada, hasta que apareció Mamoudu?
Francia no fue generosa con él. Si el joven hubiese doblado una esquina antes, el chico habría muerto contra el piso y probablemente a Mamoudu no lo hubiesen seguido fotógrafos sino autos de policía. El mejor regalo es un puente, no un salvoconducto para pasar el muro. •
Diego Pietrafesa
BOLETIN SALESIANO – JULIO 2018