La puesta de límites es un desafío cada vez mayor. Tres claves para abordar esta tarea educativa tan necesaria y valorada.
Poner límites se ha vuelto en muchos casos algo complejo y difícil. La falta de un criterio único, el cuestionamiento de los jóvenes y algunos preconceptos mal aprendidos han hecho que los adultos, en más de una ocasión, prefieran evitar entrar en una disputa interminable con sus hijos, a costa muchas veces de empobrecer su educación.
Adrián Barcas —psicólogo, docente universitario y educador salesiano— es consciente de esta situación. Por eso, casi siempre comienza sus talleres para padres dejando en claro la importancia y la necesidad de poner límites: “El mundo no es a gusto del consumidor. Las cosas no son siempre como queremos que sean. El ser humano no tiene esto en claro cuando nace, por eso hay que ayudar a que los chicos acepten esta realidad, entendiendo que las cosas a veces van a ser como ellos quieren y a veces no. Y ahí es donde entran los límites”. Desde esta perspectiva, el límite es una orientación, y por ello no establecerlo claramente es negar a los hijos una ayuda que esperan y necesitan para adaptarse al entorno social y al mundo que los rodea, sin dejar de ser ellos mismos.
Al mismo tiempo, se vuelve necesario para el educador superar una barrera muy habitual en la actualidad, como es el miedo. Explica Barcas que muchos adultos enfrentan dos temores: el primero es que el joven deje de querer a quien le pone un límite; el segundo es a equivocarse en la puesta de esos límites. Desde una mirada salesiana, en este punto existe el peligro de malinterpretar la conocida consigna de Don Bosco para los educadores, “procura hacerte amar”, escondiendo más una necesidad del adulto de sentirse querido. “Si el vínculo entre padres e hijos es verdadera y maduramente amoroso, incluso por un límite equivocado, el vínculo no se va a romper —explica Barcas—. A veces ese vínculo se quiebra más por la falta de límites que por el límite mismo”.
“Las cosas no siempre son como queremos que sean. Hay que ayudar a que los chicos acepten esta realidad, y ahí es donde entran los límites”
Superar ambos temores es posible a partir de la confianza: “Confiar en que quiero a la otra persona, y al mismo tiempo confiar en mi sabiduría, en mi posibilidad de orientar bien. Cuando el amor es el telón de fondo, permite señalar aquello que no se está haciendo bien, porque también el chico confía en quien lo educa”.
Tan distintos e iguales
Las múltiples instituciones por las que los jóvenes transitan en la actualidad probablemente también se conviertan en una dificultad al momento de establecer límites, teniendo en cuenta los diferentes criterios que muchas veces operan en cada una de ellas. Barcas invita a pensar esta pluralidad de miradas “como una ayuda para ser más sabios, para ver otras opciones”, sin pasar por alto que “cuando un educador tiene una convicción interna muy fuerte, difícilmente pueda renunciar a ella”. Esto obliga entonces a un equilibrio permanente, oscilando entre la heterogeneidad de criterios y las convicciones personales. Un ejercicio para nada fácil, pero cada vez más necesario.
“Si el vínculo entre padres e hijos es verdadera y maduramente amoroso, incluso por un límite equivocado el vínculo no se va a romper”
Frente a este panorama, el diálogo entre padres e hijos, entre educador y educando, se vuelve indispensable. “Hay que educar al joven para que pueda preguntar, no sólo cuestionando o creyéndose dueño exclusivo de la verdad. Al mismo tiempo, los adultos tenemos que ser conscientes de que somos falibles y nos podemos equivocar”, señala Barcas. Pero lo que no se puede permitir ningún adulto, advierte, es no elegir, no jugársela: “Uno puede flexibilizar ciertas cosas, entender, escuchar, pero cuando es algo más de fondo, más profundo, ahí me tengo que jugar, a pesar de mis limitaciones. Porque, ¿quién tiene la verdad absoluta? Como papá, no la voy a tener nunca”.
Conocer a quien tengo enfrente
Cada vez que lo consultan sobre el tema, Barcas propone dos pasos previos antes de adentrarse en la cuestión de los límites. El primero implica conocer la edad en que se encuentran los hijos, sus características y su personalidad. Y un segundo paso es analizar la comunicación familiar. “Es importante conocer profundamente al ser humano que tenés enfrente, entrar en una empatía verdadera, conocer qué está viviendo esa persona”, sugiere Barcas. Para lograr esa conexión, es clave que en la vida familiar se busque siempre el encuentro interpersonal, en el que haya diálogo en general, donde se habla no sólo de lo que el otro tiene o no que hacer, sino también de sus gustos, sus inquietudes y sus miedos. “Si sé con quién estoy, reduzco la posibilidad de errores —agrega— Cuando se entra en una comunicación profunda con la otra persona, todo se facilita mucho más”. Esto parece volverse más complejo en aquellas familias donde el diálogo entre los padres no abunda. Al respecto, Barcas es muy concreto: “La falta de comunicación entre los padres, por más que sea algo frecuente, difícilmente pueda ir en favor de los hijos”.
Una tarea necesaria
Volviendo a la cuestión de los límites, Barcas amplía: “Suelen verse tres extremos. Uno es el límite rígido, irracional e injustificable; el ‘se hace porque lo digo yo y se terminó’, que existe desde hace mucho tiempo. Otro extremo es la no existencia del límite, la no orientación, que para el chico es como vivir solo. Y, finalmente, la sobreprotección, que tiende a observarse cada vez más en la actualidad, que para los chicos termina siendo como una jaula…”.
Por otro lado, el adulto tampoco puede ponerse en una situación simétrica con el chico: “Eso termina siendo perjudicial en el ámbito educativo que sea, ya que no sólo se está negando una realidad, sino que además el adulto se está privando de la posibilidad de orientar al otro”. En este sentido, “un adulto que se pone a la par de un chico va a terminar trastocando algo. Por supuesto, no estamos hablando de estar a la par en dignidad humana, estamos hablando de roles. Esos roles son asimétricos, diversos”.
Antes de finalizar, el licenciado vuelve a remarcar que, desde su perspectiva, “en nuestro estilo educativo salesiano tenemos que ser muy prudentes en cómo nos hacemos querer más que temer, en cómo compartimos la vida disfrutando de lo que a los chicos les gusta, pero a la vez sabiendo que tenemos otra edad, que estamos en otra situación”. Y señala una y otra vez, consciente de la dificultad que implica para muchos adultos poner límites adecuadamente, que es una tarea difícil, pero no es imposible.
Por Santiago Valdemoros • redaccion@boletinsalesiano.com.ar
Boletín Salesiano, septiembre 2016