El mate es la segunda bebida más consumida en Argentina; sin embargo en la producción de la yerba participan un gran número de chicos y jóvenes menores de edad, que se desempeñan en pésimas condiciones laborales. Patricia Ocampo desde el 2013 trabaja y lucha para revertir esta situación.
Durante algunos años de su vida Patricia Ocampo trabajó como tarefera, término utilizado en Misiones para designar a quienes cultivan la yerba mate artesanalmente. A partir de observar de cerca esa realidad, de palpar los males que produce el trabajo infantil y de constatar el alto grado de desinformación que la mayoría de la gente tiene al respecto decidió comenzar a luchar contra este flagelo que golpea sobre todo a niños que a veces no alcanzan siquiera la edad escolar.
Ocampo presentó la semana pasada, en el Congreso el documental «Me gusta el mate, sin trabajo infantil» para mostrar a partir de testimonios de familias cosecheras, una problemática que sacude a Misiones desde hace décadas y que conoce a rajatabla. El film, en realidad, representa el escalón más reciente de un camino que arrancó en 2013, con peticiones on line y proyectos de ley, y de un deseo más profundo por el que pelea casi desde la cuna.
La intimidad de los yerbales
Tenía apenas tres años cuando estuvo por primera vez en un yerbal, a kilómetros de la ciudad de Oberá. Fueron meses intensos, de levantarse a la madrugada, esperar al camión, ir hacia la tarefa, codearse con vecinos y permanecer fuera entre 15 días y un mes, para luego volver a la ciudad y sentirse ajena a esa realidad por naturalizar otra.
Un trabajo de empleada doméstica en una sala de primeros auxilios y un puesto en la municipalidad bastaron para que sus padres pudieran romper con esa «ceguera» a tiempo y decidieran no volver. «Se rebelaron contra el sistema y dejaron de naturalizarlo, como yo, que ahora quiero ser la voz de los que no la tienen y poner en palabras lo que pasa en los campos hace cientos de años», relata al presentarse como la cara visible de esta cruzada por los chicos y aquello que esconde la producción de la infusión nacional, la más consumida después del agua potable.
Pero a no todos les tocó la misma suerte o destino que a los Ocampo. Actualmente, gran parte de los tareferos crecen en los yerbales, alejados de sus casas con pisos de barro, vertientes contaminadas y sin electricidad, emplazadas en los barrios periféricos de la provincia: «Como tienen que trabajar y no pueden mantener dos viviendas, se llevan a las familias. Viven en carpas, sobre colchones, que ni siquiera son colchones. Toman agua, si hay un arroyo. Se asean y van al baño en el monte. Comen reviro (mezcla de harina, sal y agua) y chipa, una o dos veces por día, y trabajan entre 10 y 12 horas de corrido. Allí, los chicos empiezan a cosechar a los cuatro años. Al principio, lo hacen como un juego, hasta que comienzan a ganar su plata, ven que se pueden comprar alguna cosita, y dejan la escuela. Cuando les preguntás, siempre está el que dice que sueña con ser capataz».
La presencia de chicos en los yerbales no es una postal nueva en Misiones, sino una constante que pone en alerta a algunos sectores. Como fenómeno, se replica y afianza porque, según las ONGs, el traslado y asentamiento de las familias a los campos se vuelve «funcional al poder económico» como también el hecho de «no poder educarse o elegir qué tipo de vida tener». «¿Quién va a cosechar la yerba el día de mañana?», se ha escuchado decir a más de un funcionario. Aparejado, aparecen la desnutrición y las enfermedades, algunas de las cuales derivan de la exposición a agroquímicos que se utilizan en las tarefas modernas.
«La yerba está sucia y hay que limpiarla»
El punto de quiebre, admite Patricia, ocurrió hace casi tres años, de la mano de Fernando, de 13 años, que viajaba junto a su papá y otros chicos en un precario camión rumbo a un yerbal, y murió en un accidente. Desde el dolor, «Un sueño para Misiones» cobró impulso y se creó una petición en Change.org para alzar la voz y denunciar lo que pasa hace décadas en la provincia.
El primer paso fue formar una comisión que los representara y generara políticas públicas. Con el apoyo de 51 mil firmantes, surgió la Copreti, una mesa multisectorial orientada a poner fin al trabajo infantil en la cosecha de la hoja de yerba mate. Pero las buenas intenciones no alcanzaron y la tarea del grupo no prosperó. Fiel a su carácter, Patricia quiso redoblar la apuesta.
Así nació la idea de crear un mate certificado, libre de esa práctica, y ofrecido en góndola por apenas unos centavos más. El proyecto apunta a que el salario del tarefero se duplique, para que no sea necesario ya trasladarse con esposa e hijos, y haya entes de control, como las universidades, que constaten que no hay chicos en los campos.
«Lamentablemente, hoy no puedo recomendar ninguna marca del mercado. La yerba está sucia, y hay que limpiarla», plantea. «Aquí el consumidor va a cumplir el rol más importante porque es el que va a elegir. Pensamos que todos van a querer certificar», dice entusiasmada Ocampo, al tiempo que aclara que en una segunda etapa quieren extender esta costumbre a otros productos elaborados en Misiones.
Cómo ayudar
Como hija de ex tareferos y activista contra el trabajo infantil, Patricia aboga, primero, a exponer una situación que, a veces, la distancia entre las provincias y la vorágine de la Capital desdibujan: «Si vos leés, en la cadena de la yerba mate, el tarefero no existe. El proceso arranca recién con el productor, y el tarefero se vuelve invisible a la sociedad». Después, la necesidad de ayudar se ocuparán del resto.
«Hay pequeñas cositas que podemos hacer, sin demasiado esfuerzo: no aceptar ni naturalizar la problemática, y apoyar con una firma para que la ley salga y todos podamos elegir en góndola este mate», invita, y reflexiona: «Creo que nadie quiere ser pobre. Tenemos que salvarnos entre todos y esto está en vernos más, aunque ver, más que mirar, al otro implique involucrarse y no escaparle al dolor».
Fuente: www.lanacion.com