Esta Semana Santa nos encuentra habitando un escenario atemorizante e incierto. A nuestro frágil corazón —creyente, pero humano— le cuesta entender qué sentido tiene esto. Nos damos cuenta de que el misterio de la vida y de la muerte nos queda grande. En este momento, una vez más nos ayuda volver los ojos a Jesús.
El tiempo se estaba cumpliendo. No iba a poder seguir mucho tiempo más diciendo las cosas que venía diciendo sin que eso tuviera consecuencias. Ya se respiraba un clima hostil y había en el ambiente una efervescencia que hacía sospechar lo peor.
En esos últimos días algunos le habían hecho preguntas como para hacerle “pisar el palito” y Él no había sido tibio al responder. Quizá ir a Jerusalén no fuera la mejor idea, pero Él insistía en que era imprescindible.
Y allá fue, a decir lo que tenía que decir frente a quienes debían escuchar y —tal como era de esperar— la cosa terminó mal. Muchos de los que lo querían y lo habían acompañado no podían entender por qué se había metido en la boca del lobo, pero Él había sido claro: “No me quieran frenar con ideas que nacen de sus temores”.
Ahora, frente a la cruz recién alzada, el dolor de ver sufrir así al Amigo era insoportable. El miedo de que también a ellos les pasara lo mismo les recorría el cuerpo y los llevaba a esconderse entre la multitud.
Con el pecho atravesado por la angustia y las entrañas estrujadas por el temor, se hacían una y otra vez las mismas preguntas: ¿Por qué? ¿Era necesario pasar por esto? ¿Y ahora, qué?
Volver los ojos a Jesús
Esta Cuaresma nos encuentra habitando un escenario atemorizante e incierto. Rodeados por la amenaza de un virus desconocido que apenas vamos pudiendo descifrar, nos miramos con desconfianza y esperamos poder recluirnos en el rincón más distante que encontremos para que el Mal no nos alcance ni a nosotros ni a los nuestros.
A nuestro frágil corazón —creyente, pero humano— le cuesta entender qué sentido tiene esto. ¿Cómo puede ser que Dios lo permita? ¿Por qué no interviene y evita tanto dolor?
Llegados al borde de estos abismos en los que nos damos cuenta de que el misterio de la vida y de la muerte nos queda grande y nos resulta casi antinatural no sublevarnos o encerrarnos temblando de miedo, una vez más nos ayuda volver los ojos a Jesús.
También Él increpó al Padre sintiéndose abandonado, pero a pesar de que su humanidad despedazada rogaba no tener que beber de ese cáliz, dijo “que se haga Tu Voluntad”. Ese hombre consustanciado con Dios sabía que aunque el dolor fuera de muerte ese no era el final sino el comienzo de la vida abundante para la que fuimos creados.
Esa certeza, y no un fanatismo loco, lo había llevado a Jerusalén a pesar de todas las advertencias y así, lo que a los ojos de todos parecía la derrota final, fue el Rescate más significativo.
Para volver a la Vida
Ese es el regalo de la experiencia pascual: la certeza de que allí donde nuestros ojos sólo ven muerte también anida la Vida. Esa es la gran noticia que Jesús vino a traernos: Dios Padre-Madre siempre está con nosotros, rescatándonos e invitándonos a la Vida.
A veces, la invitación es evidente; otras, no tanto, y es necesario tener la mirada y el oído más sensibles a los pequeños signos de su Presencia transformadora. Sólo con esa certeza en el corazón podemos decir “hágase Tu voluntad”: no como quien se somete resignadamente al capricho de su amo, sino con la paz de quien confía plenamente en su Padre y, sumándose a su Plan, se dispone a buscar, cultivar y multiplicar la pequeña Vida que se manifiesta en lo sencillo.
Cuidarnos los unos a los otros, mantener el corazón en sintonía con el de los más frágiles, ser capaces de renunciar al bienestar personal para que todos estemos mejor, pueden ser algunos de los miles de gestos que nos rescaten del miedo y nos permitan celebrar muy pronto, todos juntos, la vuelta a la Vida.
Por María Susana Alfaro // msusana.alfaro@gmail.com
BOLETIN SALESIANO – ABRIL 2020