Un Domingo de Ramos en casa
Por Manuel Cayo, sdb
Esta Semana Santa que iniciamos seguramente será única: la pasaremos en casa.
Que yo recuerde, nunca me tocó vivirla sin celebrarla con muchas personas, sin compartir rezos, convivencias, misiones… Lo que no quiere decir que no podamos festejarla en comunión profunda con tantas y tantos. Es más: tal vez estemos ante la oportunidad de celebrarla de una manera única, de modo que deje huellas profundas en nosotros por este tiempo especial que nos toca vivir en cada una de nuestras casas por el COVID-19. Dios quiera que se haga realidad lo que un hermoso poema —que anda dando vueltas por estos días— dice en sus últimos versos:
El amor salta las tapias,
el corazón no se encierra.
Será una “Semana Santa”
más que nunca, y verdadera.
Cuando el miedo se mete entre nosotros
Como sabrás, la puerta de ingreso a esta gran semana es el Domingo de Ramos. Y esa puerta tiene dos hojas. Cada una corresponde a una página del Evangelio: la entrada de Jesús en Jerusalén, por un lado; su pasión y muerte, por el otro.
Siempre me ha llamado la atención el contraste entre un momento tan triunfal y popular, y un desenlace tan doloroso y solitario. Es un cambio brutal que se da en poco menos de una semana. ¿Qué pasó en el medio? ¿Qué fue lo que provocó, tanto en cercanos como en extraños a Jesús, este vuelco de adhesiones y cercanías, a traiciones y abandonos?
En la complejidad de las personas y los procesos, deben ser varios los motivos y las causas que van desencadenando estos cambios rotundos. Así y todo, mientras miraba por televisión el pasado 27 de marzo la oración que el Papa nos regaló en una plaza San Pedro tan vacía y —a la vez— tan llena, escuchando sus palabras e invitaciones, se me instaló una pregunta que una y otra vez repetía Francisco: “¿Por qué tienen miedo?”.
Y, volviendo al vuelco entre la entrada triunfal de Jesús y su posterior pasión y muerte, me preguntaba: ¿No será que el miedo fue lo que atravesó, de alguna manera, a varios de los personajes y se convirtió en la causa común de sus transformaciones en esa semana de Jerusalén? Porque, sin forzar las cosas, se podría decir que:
– Tanto Herodes como Pilatos tenían miedo de perder algo de su inmenso poder, por lo que no dudaron en reaccionar para descartar enseguida cualquier amenaza con brutalidad, con desprecio o con indiferencia.
– Miedo es lo que movía a los sacerdotes y “religiosos” quienes, temiendo el desmoronamiento de una imagen de Dios que les otorgaba enormes beneficios, manipularon sin asco Escrituras, personas y situaciones.
– Miedo tenía mucha gente que se dejaba manejar por estos y otros “influencers” de su tiempo, entrando en la lógica de sus interpretaciones, buscando seguridades en recetas rápidas y aparentemente eficaces.
– Judas temía que la alternativa de la compasión propuesta por Jesús como camino de una verdadera revolución terminara en el fracaso, y por eso no duda en traicionar la causa.
– Miedo puro y duro es lo que hizo que los más cercanos a Jesús terminaran abandonándolo y hasta negándolo…
Y así la lista podría seguir. Porque cuando el temor se vuelve protagonista, las promesas se esfuman, el individualismo despunta, la cobardía se agranda y empieza el reino del “sálvese quién pueda”.
Lo opuesto al amor
Una vez escuché que lo opuesto al amor no es el odio, sino el miedo. Cosa que encuentro muy cierta. De hecho, la mayoría de nosotros podemos decir que no tenemos registro de personas que, en verdad, odiamos, pero podríamos hacer una lista enorme de la cantidad de momentos en que renunciamos a la entrega generosa, a los vínculos profundos, a la reciprocidad fecunda, al amor verdadero —ese que también sabe corregir y sostener—… ¡por miedo!
Será por eso por lo que el otro día, mirando al Papa tan pequeñito en la inmensa plaza y, a la vez, tan enorme en sus gestos y en sus palabras, me emocionaba al escucharle decir:
“¿Por qué́ tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti…
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.
Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida…
Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia.
La bendición de Francisco el viernes pasado, en una plaza San Pedro… ¿vacía?
Repasando ahora estas palabras, recuerdo también a otros personajes de esta semana trágica de Jerusalén. Otros que, a pesar de tener miedo, no se dejaron vencer por él porque su amor fue más grande, más fuerte, más concreto: la Verónica, el Cireneo, las mujeres, Juan, María, el buen ladrón…
¿De qué lugar de la trama me pongo yo?
¿Cuáles son esos miedos que hoy me paralizan?
¿Cuáles son las fuentes de mi confianza?
¿Cómo entrar, con Jesús, en esa corriente de entrega y serenidad que nace del sabernos en las manos de Dios?
¿Cómo hacer para estar cerca de los crucificados de hoy, para no pasar de largo, para no abandonar por miedo?
¿Cómo recorrer estos días de incertidumbre sin dejar que el miedo nos paralice?
¿Cómo vivir esta Semana Santa mirando a aquellos que la atravesaron de manera tan contrastante, allá en Jerusalén, hace tanto tiempo?
Dejar atrás el miedo y hacer crecer la confianza puede ser tal vez lo que nos ayude a atravesar la puerta de ingreso a esta intensa semana que vamos a revivir. O, mejor aún, lo que nos permita abrirle a Él la puerta de nuestra casa en cuarentena, a Él que —como siempre— está con muchas ganas de entrar.
BOLETÍN SALESIANO – ABRIL 2020