El día que Don Bosco despidió a los primeros diez misioneros salesianos.

Por: Néstor Zubeldía, sdb
nzubeldia@donbosco.org.ar
Ese 11 de noviembre, el Oratorio era un hervidero. Se percibía el ambiente de un día especial. Por la tarde, diez jóvenes salesianos serían despedidos en una celebración en la basílica de María Auxiliadora y enviados a tierras lejanas como misioneros. Con los años, los seguirían muchos, muchísimos más, hasta el día de hoy, con los destinos más variados y distantes. Pero esa de un siglo y medio atrás sería para siempre la primera expedición misionera salesiana de la historia.
Como cuando a comienzos de año Don Bosco había anunciado por primera vez públicamente la aventura de las misiones a la Argentina, también ese 11 de noviembre todo había sido previsto minuciosamente. A lo largo del día, original combinación de retiro espiritual con fiesta grande, se sucedieron una serie de convocatorias que tenían por centro la Basílica. Cada momento de la jornada venía precedido de desplazamientos, acompañado por música y coros y envuelto en un clima de expectativa y de emoción. El punto culminante fue la celebración de la tarde. La iglesia estaba repleta. En un momento dado, los diez misioneros, que ya habían aparecido aquí y allá luciendo sus inusuales ropajes, los mismos con los que días antes habían ido a despedirse del Papa en Roma, ingresaron de dos en dos entre la multitud en medio de los cantos. Presidió la celebración el párroco del barrio. La ausencia del arzobispo de Turín, monseñor Gastaldi, que ignoró la invitación de Don Bosco, significó para el santo seguramente la espina más punzante en medio de un día feliz y soñado como pocos.
La joven Congregación Salesiana, todavía pueblerina e inexperta, se disponía a pasar a las grandes ligas atravesando el Atlántico. Sería la ocasión esperada para encontrarse cara a cara con los pueblos aborígenes de los sueños de Don Bosco y anunciarles el Evangelio. Y también para acompañar a tantos paisanos abandonados y dispersos por aquellos confines, que habían atravesado el mar antes que ellos, en busca de un futuro más digno para sus hijos.
Después del párroco, Don Bosco se acercó como pudo al púlpito para dirigir unas palabras a los misioneros. El silencio absoluto permitió escuchar nítidamente la voz de ese hombre de sesenta años gastado por el trabajo entre los jóvenes más pobres:
“De este modo, nosotros damos principio a una gran obra”.
“¿Quién sabe si no será como un granito de mijo o de mostaza, que poco a poco se irá extendiendo para hacer un gran bien?”.
“Les recomiendo con particular insistencia la dolorosa situación de muchas familias italianas que viven dispersas en aquellas ciudades”.
“Hay grandes tribus de indígenas, habitantes de la Pampa, de la Patagonia y de algunas islas que la circundan”.
“A todos les dejo escritos algunos recuerdos. Que sean como un testamento para los que van a lejanas comarcas y no tendrán el gusto de ver más esta tierra”.
“En cualquier lugar del globo en que se hallen, no olviden que aquí, en Italia, tienen a un padre que los ama en el Señor, a una Congregación que piensa en ustedes y siempre los acogerá como a hermanos”.
“Deberán afrontar todo tipo de fatigas, de sacrificios, de peligros, pero no teman. Dios está con ustedes. Con San Pablo dirán: ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’”.
Terminadas las palabras, de las que apenas transcribimos algunos renglones, vino la bendición de Don Bosco y luego la última despedida. Los misioneros atravesaron la multitud entre llantos, besos y abrazos hasta llegar a las puertas de la iglesia. Afuera los esperaban los carros que los llevarían enseguida a la estación de tren. De allí partirían hacia Génova para embarcarse.
Don Bosco quiso entregar personalmente en ese momento a cada uno de los misioneros una hojita con los consejos que les había escrito a modo de testamento en una vieja libretita que lo acompañaba en sus viajes en tren y que aún se conserva. El secretario don Berto había hecho las copias para cada uno en letra más prolija, que después Don Bosco mismo había rubricado. A continuación, algunos de esos veinte consejos que los salesianos seguimos releyendo una y otra vez, hasta el día de hoy, para no olvidarlos:
“Busquen almas, no dinero, honores, ni dignidades” (1).
“Cuiden especialmente a los enfermos, a los niños, a los ancianos y a los pobres, y atraerán las bendiciones de Dios y la benevolencia de los hombres” (5).
“Amen y respeten a las otras órdenes religiosas y hablen siempre bien de ellas. Este es el medio para hacerse apreciar de todos y promover el bien de la Congregación” (10).
“Tengan cuidado de la salud. Trabajen, pero solamente lo que les permitan sus fuerzas” (11).
“Obren de modo que el mundo conozca que son pobres: en la ropa, en la comida, en las habitaciones y serán ricos ante Dios y serán dueños de los corazones de los hombres” (12).
“Entre ustedes, ámense, corríjanse; pero no se tengan envidia ni rencor. Al contrario, el bien de uno sea el de todos; las penas y los sufrimientos de unos sean las penas y los sufrimientos de todos” (13).
“Cada mañana encomienden a Dios las ocupaciones del día; especialmente las confesiones, las clases, la catequesis y los sermones” (15).
“Recomienden constantemente la devoción a Jesús Sacramentado y a María Auxiliadora” (16).
“En las fatigas y en los sufrimientos, no olviden que tenemos un gran premio preparado en el Cielo. Amén” (20).
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2025