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Una mirada desde el Evangelio de Jesús y la opción de Don Bosco por los jóvenes sobre hechos de actualidad.

¿Por qué un niño en el mar?

Ya hemos leído y escuchado mucho sobre Siria. Mejor dicho, ya conocemos lo que otros se encargaron de seleccionar para que conozcamos. La buena o mala conciencia de quienes cuentan la historia será juzgada, creemos, no solamente aquí. Pero entre lo que no se explica de los migrantes buscando huir, cabe preguntar qué o quienes los empujan al mar.

La televisión nos muestra un tanque y personas encapuchadas. Se observan edificios destruidos. Se le pone nombre al demonio de turno: hoy le toca al ISIS, el Estado Islámico. Y resulta que la guerra simplemente pasa porque los malos —que los hay— son muchos y los buenos —que también los hay— pocos, o no los suficientes. Entonces, con que sumemos más tropas a los buenos, con que siga siendo la guerra respuesta a los daños de la guerra, todo se solucionará. La ecuación es un fabuloso negocio para ganancia de los de siempre. El 90% de las armas que cargan ambos bandos en pugna son provistas por Estados Unidos y Rusia. Estos países son parte del selecto Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Curiosa manera de sembrar la seguridad contribuyendo materialmente al conflicto. Y “la comunidad internacional”, con no menos curiosa respuesta: la ONU con una mano entrega armas, con la otra, brinda solidaria gasas y vendas para curar a los heridos.

Pero Estados Unidos y Rusia, que se asocian para comerciar con la tragedia, se enfrentan en la diplomacia. El gobierno de Barack Obama acusa al de Vladimir Putin de sostener al presidente sirio, Bashar al-Asad. El propio Asad, con genuina razón, pregunta por qué no puede ser sostenido en su puesto. Desde Washington lo señalan como amenaza terrorista, un calificativo que en las últimas dos décadas justificó atropellos de toda calaña. Solo por recordar un caso: muchos años después de que Irak quedara saqueada —y con una caótica situación política que, en parte, alimenta al ISIS— en nombre del “peligro químico”, las autoridades norteamericanas admitieron que el arsenal que supuestamente escondía Osama Bin Laden nunca existió. Se invadió un país “por las dudas”. Y no por las dudas, sino por el extenso tesoro de oro negro, petróleo, bajo aquella tierra.

De ISIS sólo sabemos que degüellan rehenes y derriban monumentos históricos que son patrimonios culturales de la Humanidad. Retratados así, resultan un grupo de desquiciados. Duda de extrema ingenuidad: ¿no puede el ejército más entrenado del planeta acabar con esa banda de forajidos? Desde que se inició la guerra en Siria, hace unos cinco años, el registro del ejército de Estados Unidos contabiliza unos 16.000 ataques a los “rebeldes”. Fruto de esas incursiones armadas, sólo se pudo recuperar el 1% del territorio que el Estado Islámico se apropió. Curioso, ¿no? Como si convinieran que los ataques duren sin importar los resultados. Estados Unidos es el país que más gastos militares tiene, destina 610.000 millones de dólares anuales; el triple de China, segundo clasificado, y siete veces más que Rusia, el tercero. Rápidas cuentas: más de un millón de dólares por minuto se perdería la industria bélica si ya no hubiera guerra que afrontar.

Si bombardearan tu casa y la escuela de tus hijos; si no hubiese luz durante meses, ni comida, salvo la que entrara de contrabando y a precios altísimos; si no hubiese trabajo ni futuro para los tuyos: vos, ¿qué harías? Es tan obvio, que hasta un niño sirio lo expresó frente a las cámaras que lo entrevistaron en Hungría, cuando esperaba un salvoconducto a Alemania: “Paren la guerra —dijo—, si no hay guerra en Siria ya no querremos entrar a Europa”. Pero la guerra, hemos visto, no para. Entonces la gente se va del infierno, como haría cualquiera de nosotros en idéntica situación. Pero las puertas del Viejo Mundo no resultan amigables a los migrantes. Lo fueron, por pocos días, cuando la foto del niño Aylan derritió apenas la fría ley del “sálvese quién pueda”. Pero cuando el continente vio que la cosa iba en serio, cerró las fronteras. Se habló de que se debía repartir equitativamente la (sic) carga de los expulsados. Se desempolvaron viejas normas que establecían que un migrante debía recibir asilo en el primer país que pusiera un pie. Si era en Hungría o Grecia, problema de ellos. Se les pidió hasta ser registradas sus huellas digitales, en nombre del bendito orden, de la inmaculada legalidad. ¿Cómo terminó la historia? Antes que nada, la historia no terminó. Se sigue escribiendo, sólo que con los sirios deambulando por el mundo sin que “el mundo” se digne siquiera a reparar en ellos.

¿Qué haría el nacido en Belén delante de los migrantes? ¿Se acostumbraría a que las cosas “son así”? El papa Francisco lo dijo con brutal sencillez: “Este sistema ya no se aguanta”. En nuestra Argentina conocemos la salida. Fuimos hospitalarios y generosos con el necesitado, aunque no tuviera pasaporte celeste y blanco. Somos huéspedes de la inmigración latinoamericana y eso debe enorgullecernos. Si hablamos de globalización, no hablemos sólo de poder comprar el mismo celular que se vende en Miami. Aceptemos que el mundo globalice el amor al prójimo, ese próximo del que habla el Evangelio. Y, como Jesús con los desarropados pescadores que lo seguían, amemos sin pedir documentos ni garantía bancaria.

Por Diego Pietrafesa

Hay que “oír” algunas fotos

Una imagen que vale más que mil palabras. Palabras que no faltaron, ciertamente; sí faltaron oídos que quisieran escuchar. La imagen del policía turco llevando el cuerpito sin vida del niño sirio impresiona la sensibilidad. Todos sabemos su nombre, edad y nacionalidad. ¿Cuántos conocen su drama, sus juegos abandonados a causa de la locura trágica de la guerra?

La guerra civil en Siria ha provocado que cerca de 2 millones de personas —casi el 10% de la población del país— busquen asilo humanitario en otras naciones. La defensa comprometida de la vida reclama opciones concretas. Tan concretas como las historias que el mar arroja en otras costas. Los pobres, los primeros en sufrir, son también los primeros en compartir. Según datos de 2013, el Líbano —4 millones de habitantes, 720 mil refugiados— y Jordania —7 millones de habitantes, medio millón de refugiados— son los países que más asilo están prestando. Pero hay otros números: Alemania —5 mil refugiados—, Francia —500 refugiados—.

Nuestro país puede alegrarse de ser una tierra generosa y hospitalaria “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Más allá de las decisiones que debamos tomar en esta circunstancia histórica puntual para honrar esta noble tradición, es urgente preguntarnos por nuestros propios “refugiados”: argentinos que demandan “asilo” y contención a sus propios compatriotas. Las distancias no son geográficas; son culturales, éticas, ¿políticas? Pequeñas comunidades abandonadas, culturas despreciadas, tragedias ambientales, inundados, jóvenes desorientados, muchachos desnutridos, enfermos, adictos. ¿Cuántos han “oído” los gritos de estas realidades en vivo y en directo, sin foto de por medio? Pocos, seguro, mientras muchos necesitamos todavía convertir el corazón y reconocer nuestras propias “fronteras cerradas” al diferente, mientras dejamos que tantas vidas naufraguen en nuestras calles y nuestras noches.

 

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