Próximos a la canonización del cura Brochero, conocer los ejercicios espirituales de este sacerdote cordobés permite entender mejor la grandeza y la popularidad de su figura.
Un numeroso grupo de paisanos cruza la pampa de Achala a lomo de mula en pleno invierno. Están en el noroeste cordobés, a dos mil doscientos metros de altura, con un frío que cala los huesos. Al frente de la paisanada monta el cura Brochero en su mula Malacara. Con aquellos ritmos lentos del siglo XIX, tardarán todavía tres días en entrar a la ciudad de Córdoba, en un espectáculo que no deja de sorprender cada año a la gente de la capital; hasta los diarios de la época hablan de ello. Los paisanos de la serranía pasarán una semana entera en una experiencia cristiana, popular y sustanciosa, “como puchero a la criolla”.
Brochero se deshace por atender a sus invitados recién llegados. Los conoce a todos. Él mismo, recorriendo cientos de kilómetros, los ha convencido uno a uno para que vinieran y les ha arreglado todos los asuntos que podían aparecer como impedimento o como excusa para viajar: que no faltara el pan a los que quedaban en casa cuando viajaban los varones; que no faltara quien cuidase a los chicos cuando viajaban las mujeres. Hasta se hará cargo, en muchos casos, de la cuota establecida para la pensión en Córdoba.
“Mis paisanos no lo entienden”
Durante los días de retiro, Brochero se encargará personalmente del cuidado de las cabalgaduras. También colaborará en la cocina, ya que para todo el cura se las ingenia. La predicación, en cambio, está a cargo de los curas jesuitas, expertos en los ejercicios espirituales. “Yo soy corteza de tronco viejo para paso de hormigas —dice Brochero— pero estos predicadores son ramas donde brotan flores que preparan buenos frutos”. Alguna vez, sin embargo, después de escuchar a un jesuita que hablaba en términos muy complejos en el Via Crucis de los ejercicios, se acercó a decirle discretamente: “Padre, mis paisanos no lo entienden si se les habla así. Permítame a mí la otra parte”. Y ante la imagen de Jesús crucificado, Brochero dijo sin vueltas: “Mirá, hijo, lo jodido que está Jesucristo, con los dientes saltados y chorreando sangre… Mirá la cabeza rajada, con llagas y espinas. Por vos que sacás la oveja del vecino. Por vos tiene jodidos y rotos los labios, vos que maldecís cuando te chupás. Por vos que atropellás a la mujer de tu amigo. ¡Qué jodido lo has dejado, con los pies abiertos por los clavos, vos que perjurás y odiás!”. Brochero no consideraba apropiados para su gente esos sermones que son “como ricos dulces de Patay”, sino más bien “las palabras como puchero a la criolla, un plato poco delicado pero muy sustancioso”.
Brochero no consideraba apropiados para su gente los sermones complejos, sino más bien las palabras “como puchero a la criolla, un plato poco delicado pero muy sustancioso”.
Volviendo al pueblo
El regreso a la Villa del Tránsito —que hoy lleva el nombre de Villa Cura Brochero— después de una semana en la capital, era también una escena de película: “Por todas partes se levantaban arcos de triunfo para recibir a los ejercitantes, con los que yo mismo regresaba de vuelta sin que uno sólo se me desbandara de la manada —contará el cura recordando aquellos tiempos—. Pero no crean ustedes que la cosa quedaba en pura ceremonia y el cura muy satisfecho con eso. No. En distintas fogatas chirriaban varias vacas metidas en el fuego con pezuñas y todo, perfumando el ambiente con el rico olor de la carne con cuero. Una vez de haber comido todos hasta hartarse, yo despedía a la paisanada con estas textuales y sacramentales palabras: ‘Bueno, vayan nomás y cuídense bien de no ofender a Dios volviendo a las andadas’”.
En casa propia
“Más fácil pero no menos fructuosa —continúan los recuerdos del cura— fue la cosa cuando ya tuvimos acá nuestra casa de ejercicios, la que apenas si da abasto para contener a tantos hombres y tanto mujererío ansioso de arreglar sus cuentas con Dios”. Con el tiempo llegó a haber en la Villa del Tránsito, y en toda Traslasierra, una especie de furor por los ejercicios espirituales. En carros, a caballo o a pie llegaban los interesados acompañados de sus familiares. En un clima ruidoso y festivo iban concentrándose en la plaza. Algunos traían un catre atravesado sobre el lomo de su burro y colgada en la montura una pava para calentar el agua del mate que será el sustento principal de los ocho días de retiro. Otros, con un poncho al hombro, dormirán sobre el recado. Pero el mate no ha de faltar.
Desde la inauguración de la casa de ejercicios en Villa del Tránsito en 1877, hasta la muerte de Brochero en 1914, habrían pasado por su casa más de setenta mil ejercitantes.
Para atender esas tandas de quinientas a setecientas personas, el cura necesitará armar equipos de voluntarios, hombres o mujeres, según el caso. Brochero valora especialmente la participación de las mujeres y tiene para con ellas un trato especial de respeto y afecto. Conoce su realidad, muchas veces de postergación y maltrato, en el ambiente machista de los serranos. A partir de los ejercicios espirituales de mujeres, surgirá la idea de crear un colegio para niñas, que hasta entonces no había en toda la zona.
Lo que conviene hacer
A la salida de los ejercicios, el mismo cura que sin descuidar la atención de su parroquia los ha asistido la mayor parte del tiempo, despide a cada uno con sus originales consejos, enviando saludos a los que han quedado en casa y comprometiendo la presencia de otro miembro de la familia para los próximos ejercicios. Él mismo será el encargado de acompañar esa renovación profunda de sus paisanos buscando un nuevo modo de vida tanto en la relación familiar como de vecindad.
Y a quien pasando por la Villa del Tránsito estuviera dispuesto a escucharlo con paciencia le contaba su experiencia y le confiaba orgulloso que “aquí todo el mundo sabe el catecismo y, éste más, aquel menos, todos lo practican y algunos de lo lindo; que aquí no hay chango ni chinita de doce años para arriba, que no sea medio teóloga. Y esto se ha llegado a conseguir sencillamente enseñando el catecismo a los niños y dando ejercicios espirituales a los padres”. De hecho, desde la inauguración de la casa en 1877 hasta la muerte de Brochero en 1914, habrían pasado por allí más de setenta mil ejercitantes. “Yo creo que eso es lo que conviene hacer en todas partes —decía convencido el cura gaucho de Traslasierra—: enseñar la doctrina y hacer ejercicios espirituales y que todo el mundo entre en ellos”.
Por Néstor Zubeldía • nzubeldia@donbosco.org.ar
Boletín Salesiano, septiembre 2016