Aprender a discutir

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Los conflictos son inevitables: lo que hace la diferencia es nuestro modo de abordarlos.

Si hay un elemento común a la mayoría de los problemas familiares es que, por lo general, ninguno de los contendientes tiene toda la razón. Además, en la mayoría de las familias se discute  siempre por los mismos motivos, transformando la vida cotidiana en un frágil armisticio entre una pelea y otra. Para impedir que un choque desestabilice la paz y la unidad familiar, se puede adoptar una estrategia simple, pero que requiere una buena dosis de voluntad.

Empezar con el pie correcto

El punto de partida es siempre aceptar, de verdad, la personalidad del otro. La gente cambia sólo si se la acepta por lo que es. Cuando una persona se siente criticada no logra cambiar. Más aún, se siente asediada y se atrinchera aún más para protegerse. Y cuando se baja a la trinchera empiezan los males para todos. No se trata ya de una batalla, sino de una guerra debilitante, interminable.

Por otro lado, siempre hay que empezar “con la marcha más lenta”. Cuando se comienza una discusión “a todo vapor”, atacando duramente al otro u otros, criticando o hiriendo, no se logrará salir de modo digno de la misma y, sobre todo, no se resolverá el motivo del conflicto. Una discusión finaliza siempre de la forma en que ha comenzado: el que empieza gritando terminará gritando y sólo se habrá logrado que todos estén más irritados.

Es absolutamente lícito quejarse y poner el dedo en el problema, pero no arrancar de primera con la artillería pesada y acusar a “la persona”. Las frases que empiezan con el “vos” son siempre muy peligrosas: “¡Vos sos el mismo inconsciente de siempre…!”; “¡Tu problema está en que…!”. Es como apretar el botón de un lanzamisiles. Es mejor ser educados y claros. No gritar: “¡Dejaste la mesa echa un desastre!”, sino “Por favor, me gustaría que dejases todo ordenado cuando termines de comer”. Por otra parte, es importante limitarse al problema del momento y no constituir un “juicio de Núremberg” que desentierra los errores de toda una vida cada vez que haya un conflicto.

Frenar, esperar, acordar

En un segundo momento hay que aprender a hacer intentos de reparación y a recibirlos. En la escuela de conductores lo primero que se aprende es a frenar. Saber regular la frenada es también importante en la familia. En muchas familias existen sistemas de frenado que entran en función cuando la discusión corre el riesgo de degenerar. Va desde un “¡basta!” de uno de los contendientes a un “¡por favor, volvamos a empezar!”.

La tercera fase consiste en calmarse mutuamente. Esto es necesario cuando se tiene la sensación de una saturación debido al resentimiento y a la intuición de que después se lamentarán las palabras que se están diciendo. Puede bastar con una pausa de veinte minutos, un momento de relajación escuchando música o saliendo a correr al aire libre.

Al llegar a este punto es posible encontrar un acuerdo: se debe buscar una solución que satisfaga a todos. La piedra angular de todo convenio es una verdadera y amorosa aceptación del otro: marido, mujer e hijos. Ninguno debe vencer y ninguno debe quedar derrotado. En todo caso, el secreto es siempre respetarse. La discusión no servirá nunca para cambiar a las personas: debe hacerse buscando la negociación, el terreno común y los modos con los que cada uno logre adaptarse un poco a las necesidades del otro.

Los conflictos son inevitables

Es inevitable que existan problemas e igualmente inevitable que los problemas estallen de vez en cuando. Lo que importa es querer de verdad salir de ellos de modo honroso para todos. En vez de bombardear por la mañana a la pareja, hijos y hermanos con observaciones agrias, escribir las cosas que no nos gustan para después discutir sobre la lista con toda la familia al terminar la semana… pero antes eliminar algunas palabras: “Esto no es tan importante”, “Probablemente en esto la culpa la tengo yo”.

Es igual de importante recordar, por lo menos dos veces por cada discusión, cuántas bellezas hay en la familia y cuántos motivos magníficos y gozosos tienen las personas que la componen para permanecer juntos. Para muchos padres e hijos un modo de recordar las buenas cualidades recíprocas consiste en abrazarse con frecuencia y hacer juntos las tareas de la casa, teniendo siempre en la mente el consejo de la Biblia: “No dejes que el sol se ponga sobre tu ira”.

Por Bruno Ferrero, sdb

Boletín Salesiano – Junio 2016

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