Somos lo que nos cuentan que somos. Pero debiéramos ser otra cosa. O por lo menos tendríamos que intentarlo. De lo contrario, lo que queda es dejarse llevar por aguas ajenas a geografías lejanas.
El tiempo que te lleve leer estas líneas será menor al que tardó el dueño de un par de hectáreas en La Pampa en subir a sus animales a tierra seca y poner arriba de la mesa la tele, la radio y la ropa. Y como en el centro del país, la inundación se extiende a los cuatro puntos cardinales. Esa novedad atraviesa, cruel paradoja, un duradero desierto mediático.
Nosotros, “con la ñata contra el vidrio”, como decía el tango. Pero contra el vidrio del celular o la computadora, donde vía redes sociales nos alarma un peligro fantasma. Que sirve para que se negocie con un litro de agua o una plancha de aluminio, para que los hoteles hagan su agosto en septiembre, para que los grandes emprendimientos inmobiliarios ganen con las exenciones impositivas. Y las cámaras, los drones, los aviones caza-tormentas y hasta los submarinos no cruzan a Haití. Y si ni asoman allí, menos aún a estos confines del mapa.
Mr. Smith y señora se sacan una selfie con el viento en la cara, Little Johnny saca fotos a la danza de las palmeras, las agencias de noticias envían sus despachos con títulos catástrofe y uno ve imágenes que serían de descarte en comparación a Laferrere, Comodoro Rivadavia o Alberdi, Tucumán.
Pero el glamour es el glamour. Y en un mundo cada vez más deslumbrado con lo superficial, hasta la tragedia se somete a las reglas del mercado: vale más —cuando no— la de los ricos que la de los pobres.
Diego Pietrafesa
Boletín Salesiano, octubre 2017