Nadie puede sentirse indiferente ante la situación social, ética y política vivida en estos días en nuestro país en torno a la legalización del aborto. Esta realidad duele, sobre todo al ver posiciones extremistas, cerradas al diálogo y a la escucha profunda de las personas afectadas y víctimas de este sistema que genera cada vez más excluidos y “descartados”. No permitamos que este debate oculte el verdadero problema: la pobreza. Pobres e indigentes ocupan hoy casi la tercera parte de nuestra población nacional y siguen esperando una respuesta.
Muchos han publicado comentarios o reflexiones en favor o en contra de la ley. Me parece importante que todo lo que se dice se vea liberado de posturas que abran a más enfrentamientos, grietas o “pañuelizaciones” que sólo generan división entre hermanos. Sin embargo, no me siento tampoco movida a salir a festejar por el “no” al aborto. Creo que no se trata de una victoria, sino de un empeño común que como pueblo debemos tener en coherencia con los valores que dan sentido a nuestro vivir cristiano.
Por otra parte, nos da la oportunidad de ampliar nuestra mirada sobre todos los “pendientes” que quedan, como educar a los jóvenes en el amor y la sexualidad; prevenir y acompañar a las adolescentes embarazadas, solas y sin recursos; acompañar los embarazos no deseados; ayudar a las mujeres para no llegar a la decisión de abortar; facilitar y acompañar las adopciones; educar para una maternidad y paternidad responsables; favorecer el acceso a la salud de pobres, desnutridas y enfermas; empoderar, liberar y sanar a tantas chicas que sufren violencia de género; animar una pastoral familiar al cuidado de toda vida… entre otros.
La vida es un regalo gratuito que nos permite participar de la esencia de Dios mismo. Por eso no es nuestra, no nos pertenece. Es un don recibido y sobre el cual no tenemos derecho a destruir ni a matar, ni la vida propia ni la de otra persona humana. No tenemos tampoco el derecho de juzgar a nadie y mucho menos a las mujeres que, por motivos que solo ellas y Dios saben, a veces bajo presión y padeciendo hasta el final la incomprensión de su entorno, optan por el aborto, que siempre será un drama.
La comunidad cristiana está llamada a multiplicar los esfuerzos para que encuentren un espacio donde compartir sus temores y sientan la ternura de otras mujeres que tuvieron la alegría de concebir, a pesar de toda dificultad. Para ellas, los brazos de la misericordia de Dios siempre estarán abiertos para consolar, perdonar y animar a seguir caminando. •
Marta Riccioli, hma
BOLETIN SALESIANO – SEPTIEMBRE 2018