Hacer filosofía con niñas, niños y jóvenes en la escuela
Por Florencia Sierra *
fsierra@lasalle.edu.ar
“Profe, yo no sirvo para pensar”, expresó, conflictuado, un joven de nivel secundario cuando fue invitado a trabajar con una pregunta que le resultaba extraña. “Es que ‘pensar’ no es lo mío”, afirman en otras aulas. Frente a la insistencia, un reclamo: “Pero, no entiendo, ¿de dónde saco la respuesta?
Trabajar con preguntas no es algo para nada novedoso en educación. “Formar sujetos críticos” es un propósito reiterado de las escuelas. Sin embargo, todavía encontramos consignas que dicen: “conteste con sus palabras”. Y si no, ¿con cuáles? Quizá sea tiempo de observar qué tan dispuestos estamos los adultos —y en especial los docentes— a tratar con ciertos interrogantes.
Y, ¿por qué?
Hay ciertas preguntas que nos incomodan, nos descolocan —como las que ilustran este artículo. Preguntas que no tienen una sentencia rápida, única, determinante. Que no admiten respuestas ajenas ni tampoco un simple “porque sí”. Preguntas cuyas respuestas no pueden “sacarse” de algún lugar. Lo más interesante de estas preguntas es que ponen en juego nuestra manera de pensar —y por ello, de vivir— el mundo, a los otros y a nosotros mismos.
Todavía encontramos consignas que dicen: “conteste con sus palabras”. Y si no, ¿con cuáles?
Al nombrar la palabra “filosofía”, muchas personas recuerdan una materia tediosa, compleja de comprender, que trataba cuestiones abstractas. Hemos consolidado el imaginario colectivo de que sólo algunas personas tienen la capacidad para tratar cierto tipo de asuntos. Preguntas fundamentales de la vida, preguntas de carácter filosófico, quedaron relegadas a estructuras e instituciones académicas alejadas de la mayoría y particularmente de la vida cotidiana. Como adultos, ¿dedicamos tiempo a problematizar, reflexionar y decidir sobre la forma en que vivimos?
Es probable que recordemos también que de muy pequeños presentábamos a los adultos muchas preguntas, mirábamos el mundo desde el deseo por comprender, acercábamos una y otra vez los “¿por qué?” ¿Qué ha sucedido con esa curiosidad por comprender el mundo? Quizá podríamos detenernos a pensar cuál es el motivo por el que nos incomodan tanto los insistentes interrogantes de los chicos, que terminamos con un “porque es así” o “porque me lo enseñaron así”, sin que podamos hallar otros argumentos.
Y, ¿para qué?
En todo ser humano habita el deseo por saber, la curiosidad. Desde muy pequeños manifestamos la vocación humana de cuestionar y querer explicar el “por qué” de las cosas. Sin embargo, en una sociedad donde crecer ha sido para la mayoría asumir, acostumbrarse o resignarse frente a “cómo son las cosas”; o bien en una sociedad que anda apurada por la vida, sin tiempo para detener el ritmo y las tareas que marca la agenda; ponerse a pensar no es una opción.
Es aquí donde como educadores debemos prestar atención. Tenemos la responsabilidad de cultivar el hábito de la pregunta. En un mundo caracterizado por la desigualdad y la injusticia, es urgente modificar la tradicional relación con el saber que se nos propone como estudiantes, en la que nos acostumbramos a ocupar el lugar de receptores y reproductores de un mundo que ya ha sido pensado por otros.
Cada persona tiene derecho a crecer expresando una palabra auténtica que quiere ser escuchada.
Consideremos nuevamente las escenas del principio para reconocer las oportunidades que tenemos en la escuela de construir un mundo más plural, de relaciones más horizontales, más fraternas y colaborativas.
Cada ser humano tiene el derecho a crecer expresando una palabra auténtica que sea tomada en cuenta. En todo proceso de aprendizaje, sentirse capaz de pensar es un elemento fundamental que deberíamos propiciar que suceda en la experiencia de clase. Necesitamos tomar conciencia de prácticas que, incluso sin que lo hayamos percibido, excluyen a chicos y chicas de la posibilidad de “pensar”.
Y, ¿cómo?
La invitación es, entonces, a filosofar: esto es, a poner en práctica nuestra posibilidad de “colocar entre paréntesis”, por un cierto momento, un conjunto de certezas. Debemos detenernos, observar con atención nuestro alrededor y ubicar entre signos de interrogación lo que creíamos obvio o de “sentido común”.
Hemos podido observar cómo experimentar de manera sostenida este modo de relacionarse con el saber promueve la capacidad crítica, reflexiva y creativa en los niños y jóvenes. Como “maestros filósofos”, se volvió necesario cuidar atentamente cada detalle de ese proceso creativo y enfrentar un gran desafío: asumir la tarea de situar a los estudiantes en el camino de la interrogación.
Se trata de formarnos como docentes ocupados en enseñar a observar detenidamente, problematizar, reflexionar, comparar, argumentar y finalmente decidir.
Experiencias como éstas han repercutido en todos los otros ámbitos de la vida escolar. Los chicos y las chicas no son los mismos. Las y los docentes tampoco. Es tiempo de escuchar las “interrupciones” que los más pequeños nos ofrecen, no para dar rápidamente una respuesta ni tampoco para ofrecer un simplificador “todo depende”, sino para algo aún más complejo: ponernos a conversar.
* Florencia es profesora en Filosofía y forma parte del proyecto Filosofar con niñas, niños y jóvenes en la escuela del Centro de Pedagogías críticas y Educación popular de la Fundación La Salle Argentina.
Durante este tiempo de pandemia, las escuelas que participan del proyecto Filosofar con niñas, niños y jóvenes en la escuela continuaron recibiendo espacios de formación junto a sus tutores y desplegando propuestas filosóficas en las escuelas por los medios que ofrece la virtualidad.
Se ha vuelto imperioso poder escuchar la palabra de los chicos, dar lugar a conversaciones abiertas y consolidar diálogos cuidadosos que nos permiten repensar el mundo en el que vivimos y la forma en que lo habitamos.
Para saber más:
Fundación La Salle Argentina
@fundacionlasalleargentina
BOLETIN SALESIANO – NOVIEMBRE 2020