Testimonios de una Iglesia construida desde el servicio gratuito de sus miembros, jóvenes y adultos, laicos y religiosos.
Es sábado por la mañana: los primeros fríos del otoño y un cielo que amenaza con desarmarse en lluvia no construyen la postal más serena. Sin embargo, San Juan Bautista hierve de actividad. La feria de ropa recibe a quien entra. Puerta del templo por medio, las madres de los chicos de catequesis están en plena reunión. ¿Y los chicos? A la vuelta, en el salón: son más de veinticinco. Una puerta más, y otros tantos se preparan en el segundo año de formación. Cruzando el patio, otra sala, y la difícil tarea de no distraer a chicos de diez años que, en silencio, siguen con su catequista la lectura del Evangelio, mientras que en el cuartito de enfrente los representantes de los grupos juveniles siguen el orden del día de su reunión mensual. Y esto tan sólo en la sede parroquial: otras cuatro comunidades —Madre de los Pobres, Centro Don Bosco, Laura Vicuña y Ceferino Namuncurá—, con la misma intensidad, viven una experiencia de Iglesia viva, comunitaria y popular.
Es parroquia que evangeliza
San Juan Bautista no tiene escuela ni centro de formación profesional, aunque sin duda le sobran educadores. Es, desde hace más de cincuenta años, una parroquia salesiana enclavada en el oeste del conurbano bonaerense: más específicamente en la localidad de Villa Luzuriaga —vecina a San Justo, partido de La Matanza—. A cuarenta y cinco minutos del Obelisco porteño, calles sin asfaltar conviven con otras recientemente pavimentadas; sectores de barrios populares consolidados dan lugar a villas de emergencia y terrenos baldíos.
Por su cercanía con el teologado del Sagrado Corazón de San Justo, es el lugar donde hace décadas los salesianos en formación realizan sus actividades de apostolado de fin de semana. Uno de los que están “de paso” es Alexis, de 27 años, originario de San Luis. Junto a otros salesianos, él acompaña a los numerosos grupos juveniles que reúnen a los chicos y chicas de la zona; cientos de ellos, en un territorio parroquial de unas cuatrocientas manzanas y alrededor de cuarenta mil habitantes. Habiendo pasado por distintas obras en sus etapas de formación, reconoce que “a los salesianos, las escuelas nos sobran por todas las provincias. Pero esta parroquia tiene la característica de que lo que te liga es la comunidad. No hay un contrato de por medio, no hay relaciones formales. La pertenencia a la obra surge desde ese sentido de comunidad: como pertenezco, la quiero ayudar”.
Trabajando para Dios
Walter tiene 53 años, y jamás pensó en volver a la parroquia, aunque en ella había pasado los momentos más lindos de su infancia. Era el lugar donde iba a comer y a jugar. Desde allí partió a ese inolvidable campamento en Uribelarrea, que transformó en las primeras vacaciones de su vida: “De chico tenía un carrito con ruedas —relata—. Como esto era un terreno lleno de pozos, con varios chicos del barrio llenábamos el carrito con piedras para traerlas a la parroquia”. Luego, diversas circunstancias lo alejaron, pero un grave problema de salud en su familia lo hizo regresar a San Juan Bautista hace tres años, y comprometerse cada vez más con la vida de la comunidad. Desde el año pasado es el coordinador de la parroquia, un rol con tantas responsabilidades y tareas como llaves cuelgan de su llavero. “Hay que tener mucha paciencia; dialogar, escuchar. No es fácil —comenta Walter, y aclara—, pero no soy un empleado. Yo trabajo para Dios. La parroquia es de la comunidad. Yo trabajo para que esto crezca, y que sea Dios quien vea mis obras”.
Cuando al chico le das algo bueno, cuando le das la Palabra, no se olvida más. Yo vengo a colaborar y me gusta que los chicos vivan lo que yo viví, que alguien los contenga. Los pibes de acá necesitan mucho.
Hace pocos días se terminó con la refacción de los baños para mujeres. Tan sólo falta que lleguen las puertas, hechas a medida para que puedan ingresar sillas de ruedas. La fachada del templo, pintada el año pasado, luce también impecable. Para Walter, la principal tarea de la parroquia es ser misionera en el barrio —por eso, junto con otros, se encarga de que todos se sientan cómodos en ella—, y esa misión comienza por la catequesis: “Cuando al chico le das algo bueno, cuando le das la Palabra, no se olvida más. Ahora vienen casi cien chicos a catequesis. De esos, quizás quede la mitad. Pero mañana van a volver, como volví yo, y van a trabajar acá. Yo vengo a colaborar y me gusta que los chicos vivan lo que yo viví, que alguien los contenga —explica—. Los pibes de acá necesitan mucho. El año pasado fuimos de paseo, y no conocían el Río de la Plata; se maravillaban al verlo. Nosotros no lo podíamos entender; estamos acá, a una hora y media. No sabían para donde mirar”.
Distintos servicios
A no más de diez cuadras de la sede, se ubican otras cuatro capillas que ayudan a cubrir todo el territorio parroquial. En cada una de ellas, una pequeña comunidad se encarga de animar distintas actividades: catequesis familiar, oratorio, feria de ropa, cursos de formación; además, una vez a la semana tiene lugar la celebración de la Eucaristía.
Otra de las características distintivas de esta presencia salesiana es el gran número de diáconos permanentes que, como Pascual, son laicos que se forman y —además de trabajar y tener una familia— sirven a la comunidad a través de la predicación de la Palabra, la visita a los enfermos y la celebración de algunos sacramentos. Asimismo, numerosos fieles prestan otros servicios, incluso abriendo las puertas de sus hogares para brindar, por ejemplo, encuentros de catequesis.
En las actividades recreativas, los jóvenes son los protagonistas. Ellos llevan adelante los oratorios de las diferentes capillas, el batallón de Exploradores y también la catequesis. Semana a semana, ofrecen sus experiencias de vida, sobre todo por haber atravesado por situaciones similares a las que todavía hoy están expuestos muchos de los chicos y chicas del barrio. Pero al mismo tiempo, estos animadores encuentran en la parroquia una inspiración para soñar y construir un futuro diferente: Laura acaba de comenzar el segundo año del profesorado para nivel primario en el instituto de las Hijas de María Auxiliadora en San Justo; Vanina, continúa sus estudios de abogacía en la Universidad de La Matanza.
“¿Y ese quién es?”
“Ni la capilla conocía. Sí el patio, en realidad esa imagen —señala el paredón de la capilla, donde está pintado un rostro de Don Bosco— pero no sabía quien era. Pensé que era un pibe del barrio que había muerto, viste que en el barrio siempre hay pintadas con los pibes que están muertos…”. Mariano tiene 34 años, y una sonrisa que no lo abandona. Es el coordinador del oratorio que funciona en la capilla Centro Don Bosco; allí llegó de la mano de su mujer, Sara. Ella conocía el oratorio desde los nueve años: “Después de misa los chicos se quedaban jugando. Un día les pregunté si me podía quedar y ahí empecé. Cuando tenía 15 años dejé de venir por problemas familiares… uno como adolescente muchas veces se va aislando. Un día me vinieron a buscar para una peregrinación a Luján, y me sacaron de todo lo malo que estaba viviendo”. Su rostro se llena de lágrimas al recordar la adolescencia compartida con los salesianos: “La experiencia que me llevo es el acompañamiento, esa forma de hablar con vos y no decirte lo que tenés que hacer; te sentís reflejada en la pregunta que te hacen. Eran pañuelos y pañuelos de llanto, para después compartir el mate riéndonos. Es lo que aprendí y lo que intento hacer con los chicos; la empatía, ponerte en el lugar del otro. Eso lo llevo a todas mis relaciones”.
Estaba tan encerrada, tan mal, y ahora puedo transmitir todo esto desde otro lugar. Antes era desde la carencia de afecto que uno quería ayduar; ahora no, es desde haberlo vivido y querer transmitirlo. Los pibes están tan en llamas, tan lastimados, que da sentido a la vida poder acompañarlos
Mariano —que “no quería saber nada con esos pendejos”— un día aceptó la propuesta, al ver que cada vez que pasaban con Sara por la puerta de la capilla, los pibes del barrio le preguntaban a ella cuándo empezaba el oratorio. Para él, arrancar fue todo un desafío, mezcla de vergüenza por estar haciendo cosas de chico, y la conciencia de haber estado “en cualquiera” durante mucho tiempo: “Yo ni sabía lo que era el oratorio. Cero capilla. Estaba en otro mundo”. Hoy trata de hacer todo lo posible por los pibes, para que puedan vivir lo que él no pudo en el momento en que lo hubiera necesitado. “Lo que hacemos es tratar a los chicos con cariño. Muchos no viven eso en la casa, vienen mucha violencia —comenta Mariano—. Hoy voy para mi barrio y le comento a los pibes, a la gente de esquina, y no me da vergüenza. Me encanta esta obra, me encanta Don Bosco. Tenemos entre 30 y 40 pibes. Y se prenden también los chicos más grandes, que están viviendo la calle, la violencia en la casa. Queremos darles una mano”.
Con todos, o con ninguno
El padre Enrique Lapadula llega tarde. Primero tuvo que rezar misa en el santuario del Sagrado Corazón, para luego venir a San Juan Bautista. Pero no importa; la gente lo espera con paciencia. La lectura de este domingo es sobre la pesca milagrosa. Perfecta para que este salesiano hable con la comunidad sobre el espíritu del ser Iglesia: una barca donde tenemos que entrar todos, aunque no nos llevemos bien, ya que nadie se salva solo.
“Hace cuarenta años que vengo a esta parroquia, en distintos momentos —afirma Enrique, enumerando algunos cambios de estos años—. El barrio mejoró un poco. Seguimos llegando a los jóvenes a través del oratorio, incluso tenemos más que antes. Pero hace treinta años recién comenzaba la droga, ahora está en todos los rincones. Eso requiere mayor trabajo y especialización nuestra. Y la gente adulta ahora tiene que trabajar más… el que puedan dar tiempo a la comunidad es más difícil”. En un cálculo rápido, el padre Enrique estima que están involucradas con la parroquia algo más de quinientas personas, que participan entusiasmadas en las capillas, donde el valor del trabajo se nota fácilmente y donde entre pocos se pueden generar verdaderas comunidades, aunque no sin dificultades: “Acá hay distintas clases sociales, algunas muy bajas, ni siquiera sindicalizadas —comenta Enrique—. Por ejemplo, familias que tienen carritos, donde a los chicos nos cuesta integrarlos, porque prácticamente no van a la escuela y la disciplina mínima del oratorio no la aguantan. Es difícil llegar a todos, se ha disgregado mucho la sociedad argentina”.
Por otro lado, una situación de empleo precaria en muchos de sus habitantes, y prolongada a los largo de los años, hace a esta zona muy vulnerable a los vaivenes económicos del país. Y la parroquia se transforma en claro termómetro de esa realidad. “El año pasado casi no vendíamos ropa —ejemplifica el padre Lapadula— Ahora, si vendés ropa, te la sacan de las manos. Yo creo que lo más importante frente a las realidades sociales es ser realista. Si a vos no te alcanza, no te puedo decir que te alcanza. La mitad de nuestra gente vivía con los planes. El pobre no tiene flexibilidad, y le han aumentado todas las cosas. Las clases populares no pueden esperar, porque si esperás mucho ya estás muerto”.
Todo pasa, y todo queda
Tras la celebración del domingo, la vida de la parroquia sigue. En la sede hay oratorio, en otras capillas reuniones. La entrega gratuita de tiempo y esfuerzo que semana a semana realizan los vecinos de San Justo cobra sentido al entrar en contacto con la vida de esta comunidad, que intenta que todos tengan un lugar y que entiende que hablarle de Dios al otro es una urgencia frente a los dolores y las alegrías de la vida. “La Iglesia le hace bien a estos barrios, y estos barrios le hacen mucho bien a la Iglesia. Creo que acá los salesianos nos vimos obligados a trabajar con los más pobres, a confiar más en la gente, porque no tenemos empleados y no podemos hacer las cosas por nuestra cuenta. Eso también les da mucha más responsabilidad a los laicos —afirma Enrique, y resume— Creo que al ser popular, bastante religiosa, y tener mucho del carisma, es una parroquia muy salesiana. Pero no depende de nosotros: ellos se sienten salesianos”.
“La Iglesia le hace bien a estos barrios, y estos barrios le hacen mucho bien a la Iglesia. Creo que acá los salesianos nos vimos obligados a trabajar con los más pobres, a confiar más en la gente, porque no tenemos empleados y no podemos hacer las cosas por nuestra cuenta.
Así termina una semana y empieza otra en la parroquia San Juan Bautista, un lugar donde los salesianos son los que están de paso, y la que permanece es la comunidad.
Por Santiago Valdemoros • redaccion@boletinsalesiano.com.ar
Mayo 2016