Si la seguridad social sólo está vinculada al trabajo registrado se vuelven más críticos los elevados niveles de informalidad: ese aspecto de la dignidad del sujeto queda subordinada al mercado laboral: ¿cómo garantizar esa dignidad cuando el trabajo cambia o está en emergencia?
Por Ricardo Díaz
La pandemia obligó a los países del mundo a desplegar una serie de decisiones sanitarias y económicas sin precedentes dirigidas principalmente a prevenir la saturación del sistema de salud y a contener una situación social explosiva.
En ese sentido, en nuestro país el Estado ofreció complementos para el pago de salarios y facilitó el crédito a un sector de los trabajadores independientes. También se instaló un “ingreso de emergencia” para trabajadores informales y monotributistas de menor facturación.
Es interesante reflexionar sobre la naturaleza de estos ingresos, que no son justificados por una contraprestación laboral, sino por el hecho de la necesidad apremiante en el que podrían encontrarse dichos ciudadanos. Algunas voces alertan sobre la insustentabilidad de este tipo de transferencias, al no estar basadas en el esfuerzo personal aplicado a la producción de bienes y servicios; es decir, a la generación genuina de riqueza.
Se instalan reclamos legítimos y se abren interrogantes que, probablemente, sean objeto de reflexiones y discusiones por un tiempo prolongado.
Las sociedades cambian, el trabajo también
En el pasado, bastaba que las personas a través del trabajo pudieran satisfacer las necesidades inmediatas de su propia familia. Pero las necesidades modernas exceden la mera cobertura nutricional y es claro que los ciudadanos tienen derecho a la asistencia social ante determinadas situaciones de la vida —la vejez, una enfermedad, el desempleo o alguna catástrofe— amparados en su condición de personas.
Sin embargo, en la medida que los beneficios de la seguridad social estén vinculados al trabajo registrado y regulado, se vuelven más críticos los elevados niveles de informalidad, porque la dignidad del sujeto queda subordinada a la lógica del mercado laboral.
Pero, por otro lado, si las personas tienen ingresos suficientes, no reciben esa asistencia. Es posible que se dé una discusión a futuro sobre la relación entre dignidad de la persona y dignidad del trabajador. ¿Sólo es digna una persona porque trabaja? ¿Es indigno un ingreso económico que no tenga una contraprestación laboral? ¿No cuentan los trabajos de cuidado doméstico y familiar, muchas veces atravesados por fuertes sesgos de género?
¿Cómo se distribuyen socialmente los beneficios de los avances científicos y tecnológicos, que a la vez amenazan con generar mayor desempleo?
Si en un futuro se reconociera la validez de un ingreso mínimo sólo por la condición de ser ciudadano, ¿debería perderse si se perciben ingresos laborales? ¿Cómo proteger las condiciones en que muchos trabajadores desempeñan oficios tradicionales? ¿Cómo se distribuyen socialmente los beneficios de los avances científicos y tecnológicos, que a la vez amenazan con generar mayor desempleo?
Jesús supo del valor del trabajo
La fe también nos ofrece algunos criterios de discernimiento. En la Biblia, desde la Creación queda muy claro el valor del trabajo. Forma parte del plan original de Dios para el ser humano, ya que lo puso en el jardín por Él plantado “para que lo cultivara y lo cuidara” (Gn 2,15).
Jesús supo del valor del trabajo: se compara a Sí mismo con un Buen Pastor, comprometido con su tarea hasta dar la vida, critica al asalariado que abandona su trabajo y al ladrón que roba, mata y destruye. Enseña que la gratuidad y la justicia del Reino se parecen al propietario de una viña que, sin pagar de menos a los esforzados trabajadores de la primera hora, quiere ser bueno con los demás obreros. Valora al servidor que hace negocios y obtiene ganancias.
San Pablo criticaba duramente a los holgazanes, y llegó a imponer como regla que “el que no quiera trabajar, que no coma”. A esto se sumaba también la práctica evangélica de la comunión de bienes, por la que se distribuía a cada uno según sus necesidades.
En las primeras comunidades cristianas también encontramos algunos elementos valiosos sobre este tema. Pablo criticaba duramente a los holgazanes, y llegó a imponer como regla que “el que no quiera trabajar, que no coma”, pensando en aquellos que no veían la conveniencia de trabajar, esforzarse, producir y pensar en tiempos futuros. A esto se sumaba también la práctica evangélica de la comunión de bienes, por la que se distribuía a cada uno según sus necesidades.
La Iglesia tradicionalmente ha sostenido la dignidad de la persona y de su trabajo, la conveniencia de la propiedad privada por su utilidad social y el destino universal de los bienes. El papa Francisco, en ocasión de la pandemia que estamos atravesando, ha planteado recientemente la conveniencia de un salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan los trabajadores informales, independientes o de la economía popular.
Poner en cuestión cómo se desenvuelve el trabajo en el siglo XXI será una discusión mayúscula, que abrirá debates de fondo. Será muy bueno que podamos involucrarnos si queremos ser “honestos ciudadanos y buenos cristianos”.
BOLETÍN SALESIANO – ABRIL 2020