Reiterados episodios de violencia involucran a los jóvenes y nos obligan a buscar soluciones desde la prevención.
Por Rafael Tesoro
rafaeltesoro2@yahoo.com.ar
La adolescencia, la juventud y los primeros años de la adultez son momentos donde las personas experimentamos la fascinación por el descubrimiento de nuevas capacidades, la apertura a nuevos vínculos y relaciones; todo un abanico de posibilidades que se abre, desplegando a futuro nuevos caminos y horizontes. Sin embargo, a veces, algunos jóvenes caen en conductas lamentables, cuyos efectos truncan maravillosas posibilidades de vida, para sí mismos o para otros.
En enero pasado se cumplió un año de la brutal agresión de un grupo de jóvenes hacia otro en Villa Gesell. El hecho tuvo consecuencias fatales, y sin embargo este verano volvimos a percibir a través de los medios de comunicación reiterados episodios de violencia: Matías Montín, de 20 años, fue atacado a botellazos en un boliche de Mar del Plata; una numerosa pelea grupal en un balneario de Pinamar, en la que una joven fue herida tras recibir un botellazo; un grupo de 20 “rugbiers” atacó a otro grupo de doce jóvenes turistas, con persecución y abordaje a un colectivo incluidos.
Una mirada atenta no puede dejar de advertir que algo está pasando, por lo menos en determinados grupos y circunstancias. Como educadores, no podemos dejar de reflexionar al respecto y plantearnos posibles acciones para intervenir preventivamente.
Nada para festejar
En primer lugar, debemos hacernos cargo, como sociedad, de la exaltación de la violencia que hace rato está presente entre nosotros. Obviamente, apuntar a la sociedad puede servir para diluir la responsabilidad: “si es de todos, no es de nadie”. Pero si evitamos caer en esta tentación, tendremos que estar más atentos a la celebración de las actitudes agresivas en competencias deportivas y en las tribunas de los estadios, en los debates televisivos, en los pedidos de “mano dura”, en el consentimiento a los linchamientos populares —que exceden largamente la necesaria justicia—, o en la inacción institucional cuando desde muy corta edad se dan situaciones de bullying en contextos escolares.
La significativa frecuencia con que aparecen “botellas” en estos incidentes es signo de otro protagonista: el alcohol
Adicionalmente, la significativa frecuencia con que aparecen “botellas” en estos incidentes es signo de otro protagonista: el alcohol. Sabemos que es una de las adicciones más extendidas en nuestro país, puerta de entrada a otras sustancias más problemáticas, con consumos cada vez más precoces, ante la complacencia y la permisividad de los adultos. Percibido como un elemento desinhibidor, lo cierto es que el alcohol inhibe los mecanismos de reacción y control, provocando percepciones desviadas de la realidad, falsas sensaciones de seguridad, conductas desmesuradas e incapacidad para evaluar las consecuencias de las propias acciones.
Todos somos iguales
Por otra parte, la violencia siempre ha sido vista como un atributo de la fuerza y el poder, y, en una cultura machista, el afianzamiento de los niños en varones adultos se planteó durante mucho tiempo en clave violenta. Además, se percibe cierto sesgo clasista en este fenómeno y en su cobertura periodística. En la cultura de la noche, en la que abundan prejuicios y discriminaciones, no es sorprendente que algunos jóvenes se crean por encima de los derechos y deberes aplicables a todos por igual. Esa cultura de la noche no es más que un símbolo o una expresión de una conducta de la sociedad en general, que los jóvenes también aprenden, aunque no sea en un contexto escolar.
Debemos hacernos cargo, como sociedad, de la exaltación de la violencia que hace rato está presente entre nosotros.
Lo que empieza con una actitud de rechazo y superioridad puede llevar a la conformación de círculos cerrados de amistad entre los que comparten ciertas pautas de vida, consumo, hábitos y cultura. Y en algunas ocasiones termina en una agresión física y verbal hacia el extraño que apenas osó echar una mirada de más, o no pudo evitar un choque de hombros. Por otro lado, la noticia es que “nenes bien” lleguen a estas conductas, entonces ¿se asume que los que no son de esta clase ya viven insertos en la violencia y el delito?, ¿o que son, de cierta manera, merecedores del castigo inmediato por parte de otros jóvenes, de empleados de seguridad o de las fuerzas que deben asegurar el orden público?
Fijar límites y criterios
Frente a este panorama, parece necesario recordar la importancia de fijar límites y criterios: las personas los necesitamos, como precisamos señalizaciones e indicaciones para conducirnos por las calles y las rutas. No se trata de imponer restricciones desde nuestro temor, frustración, impotencia o enojo, sino desde los pilares del sistema preventivo de Don Bosco.
Hablamos de criterios amables, cargados de cariño, y genuino deseo por lo mejor para nuestra comunidad, y nuestros jóvenes. Hablamos de criterios razonables, claros, argumentados y llenos de sentido. Y los discípulos de Jesús también sabemos y podemos hablar de criterios con la fuerza que brota de la convicción interior, de la autoridad moral, de la no violencia. En ese sentido, los cristianos estamos llamados a dar “frutos de amor, alegría y paz” (Gal. 5, 22). Y ¿qué joven no desea profundamente vivir el amor, la alegría y la paz?
Reflexionar sobre nuestra cultura cotidiana, nuestros estereotipos y el consumo del alcohol ayudará a que evitemos consecuencias trágicas. Es una tarea a la que estamos llamados todos los adultos, especialmente los educadores, y, muy en particular, los que asumimos el criterio de prevención que nos inculcó Don Bosco.
BOLETIN SALESIANO – MARZO 2021