La hermana Mónica acompaña a personas trans para sacarlas de la calle, darles un trabajo y devolverles la fe.
El 7 de julio de 2006, Romina llegó al monasterio de las Carmelitas Descalzas, ubicado unos kilómetros al norte de la ciudad de Neuquén. Devota de la Virgen, algunas semanas atrás había ido hasta una parroquia a rezar y dejar una donación. Allí se cruzó con Mariucha, hermana misionera que, a pesar de sus reparos iniciales, la recibió y la escuchó.
Sin embargo, atenta a su situación, le sugirió ir a visitar a la hermana Mónica Astorga: ella podría acompañarla mejor. “Nos quedamos conversando como dos horas, y ahí me contó toda su historia”, recuerda la hermana Mónica. Un primer encuentro que marcaría su vocación.
Algunos días más tarde, Romina volvió al monasterio. Pero esta vez no lo hizo sola. Llevó a algunas de sus compañeras. “Lo primero que hice fue invitarlas a rezar. Y enseguida me respondieron: ‘¿Sabe el tiempo que hace que no entramos en la Iglesia porque nos cerraron las puertas? Ni Dios nos quiere’. ‘No. Dios las quiere, las ama y las respeta como son’, les dije. ‘Los seres humanos somos los que cerramos las puertas porque nos creemos perfectos’”.
Mientras rezaban, no paraban de llorar. Al terminar la oración, la hermana Mónica les pidió que le cuenten sus sueños. Una quería ser peluquera. Otra quería terminar su curso de cocina. Hasta que una de ellas, Katy, le dijo: “Yo quiero una cama limpia para morir. No quiero morir en la cama sucia de un hospital. Porque así morimos las transexuales. No puedo soñar otra cosa porque se me acaba la vida”.
¿Cómo siguió tu vida a partir de ese momento?
Yo no podía irme a dormir sabiendo que ellas estaban esperando la muerte. Hablé con un sacerdote de Cáritas y le pregunté qué se podía hacer. A partir de eso armamos un proyecto de peluquería y al poco tiempo inauguramos el primer local. Además, me contacté con monseñor Marcelo Melani —salesiano, en ese momento obispo de Neuquén— a quien le pedí una casa donde pudieran estar las chicas para terminar de recuperarse cuando salieran del hospital.
En esa casa que se nos donó inauguramos un taller de costura para Katy y logramos que ella se mude ahí para cuidar el predio. Pero Katy tomaba mucho, era alcohólica. Me pidió ayuda. Ahí empezamos con Alcohólicos Anónimos. Hoy Katy trabaja en la oficina de Diversidad de la provincia de Neuquén y a la tarde lleva adelante el taller, cuida la casita y hace casi seis años que se recuperó del alcohol. Ella, la misma que estaba esperando una cama para morirse…
¿Hay alguna similitud en las historias que te cuentan?
Sí: que están a punto de matarse. “Hermana, no puedo más”. “Mi familia no me acepta, no consigo un trabajo, tengo que ir a la calle con el riesgo de que me maten”. “¿Por qué Dios me puso esto?”.
Yo no sabía nada de las trans, pero llevo escuchando miles de trans de todo el mundo y todas tienen el mismo relato: se sienten distintas ya desde niñas, y llegada la adolescencia son expulsadas de sus casas.
La hermana Mónica lleva el único registro de muertes de mujeres trans en Argentina, a partir de noticias periodísticas y mensajes que le envían. El año pasado sumaron setenta y dos personas. ¿Las causas? “Cuando comencé, el promedio de vida era de cuarenta años, y ahora bajó a treinta y cinco. Muchos son suicidios. Y desde muy jovencitas, porque ya no dan más del maltrato en la calle, en la sociedad, en las familias. Yo lo veo y experimento en carne propia. No soy trans, pero sólo por acompañarlas me dicen y me hacen de todo. Y todo lo que hago es cuidar a una persona. Podés estar o no de acuerdo, pero no podés matar: con la indiferencia las estamos matando”.
Mónica lleva el único registro de muertes de mujeres trans en Argentina
¿Por qué creés que esta realidad no se conoce tanto?
Porque siempre se dijo que la homosexualidad es una enfermedad, y entonces se las trató como enfermas. Pero cuando las escuchás, te das cuenta de que lo que viven interiormente es una lucha. Y también podés ver el sufrimiento que tienen porque nadie se involucra. A ellas no les gusta lo que tienen que pasar, porque no saben qué es lo que sienten.
Algunos te dicen frases como que “son cosas que se les metieron en la cabeza”. No es así. Y tampoco es “contagioso”: no van a agarrar a una criatura y le van a decir cómo tiene que ser.
Tenemos que escuchar e informarnos más. Jesús no fue a buscar a los perfectos y a los puros, fue a buscar a los que estaban más abandonados, tirados. El papa Francisco, en una de las cartas que me mandó, me dijo: “Son como los leprosos de la época de Jesús”.
La sociedad las expulsa tanto que parece que las trans no sirven más que para la prostitución. Y también desde las familias, que las expulsan de sus casas desde muy chiquitas.
¿En qué consiste tu tarea en el día a día?
Nuestra tarea es acompañar y decirles que valoren su vida, que es amada por Dios y respetada. Las chicas vienen a hablar conmigo por lo general buscando una salida laboral. Yo las empujo a hacer cursos, a que se valoren. Y acompaño lo espiritual.
Por otro lado, a fines del año pasado empezamos a construir doce viviendas para ellas. Primero le pedí al municipio un terreno, y después a la provincia, que hizo los planos para construirlas. Fueron dos años de trámites, donde se puso el nombre del monasterio para tener más respaldo. Y todo esto sin salir del convento. Desde acá hago todos los contactos.
La hermana Mónica Astorga tiene 53 años y vive en el monasterio de las Carmelitas Descalzas en la ciudad de Neuquén. Ingresó allí cuando tenía veinte.
Proveniente de una familia muy humilde, sus padres se separaron cuando ella era todavía muy pequeña. Y si bien nació en la Ciudad de Buenos Aires, pasó gran parte de su infancia y adolescencia en la localidad bonaerense de Rauch. “Allí con mi madre aprendí lo que era la solidaridad. Nosotros pasamos mucha necesidad, pero ella me decía: ‘Mónica, a los que golpeen la puerta de casa, aunque nosotros no tengamos para comer, le damos lo que tenemos’”, recuerda.
A los veinte días de ingreso al convento le avisaron que su madre estaba internada, y a los tres meses falleció. “Tuvo un cáncer fulminante. Pude ir a cuidarla, estar con ella, pero fue el desprendimiento más grande, la mayor entrega que tuve que hacer porque era mi sostén en la vida”.
Desde hace más de catorce años la hermana Mónica acompaña a chicas trans: “Consagré mi vida a Jesús, que estuvo al cuidado de los que estaban en la periferia. A ese Jesús, cada día, le renuevo mi ‘sí’”.
¿Cuál es la clave para acompañar y entender a tantas personas?
El amor es el que traspasa todas las barreras. En la Iglesia muchas veces seguimos teniendo miedo. Y por eso no nos movemos. Entonces, ¿qué hacemos con lo diferente? ¿Las dejamos que sigan muriendo y las seguimos sepultando? ¿O las acompañamos para que vivan dignamente y las respetamos? Dios nos respeta a nosotros y lo que tenemos que hacer es respetar esa vida.
Dios las creó así. Ese es el paso que nos falta dar a nosotros como Iglesia: no juzgar tanto y escuchar más. Tenemos que cuidar a ese ser humano para que viva con dignidad, que pueda salir a la calle. Una de las chicas me decía: “Mónica, nunca había disfrutado el día, nunca había visto las plazas, los árboles. Disfruto ir y sentarme a orillas del río, contemplar la naturaleza, sentarme en la plaza y ver a la gente que camina. Nunca lo tuve porque yo vivía de noche”. Es tremendo.
Hay que sentarse con ellas y escucharlas con el corazón, porque es la manera de empezar a sentir lo que está viviendo el otro. Tratar de ubicarse en su lugar: el frío, la droga, los golpes… hasta la misma muerte. Ahí es cuando empezás a entender a la otra persona, sino no podés.
Y otra clave es no tener miedo. El miedo destruye, mata. Y vamos a matar muchos jóvenes así. A veces no sabemos qué hacer. Bueno, podés saludarla, decirle “buenos días”. Ya eso va a ser el regalo más lindo para ellas. Una trans es un ser humano, como cualquiera de nosotros, que puede ser tu hijo, tu nieto, tu hermano, tu sobrino. No lo miremos desde la otra vereda. •
Por Ezequiel Herrero y Santiago Valdemoros
BOLETÍN SALESIANO – MARZO 2019