¡Alégrate como María!

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Himnos y oraciones celebran la noticia que cambió la historia.

Por Alberto Capboscq, sdb
redaccion@boletinsalesiano.com.ar

Nadie en la gran metrópolis de aquella capital quiso perderse el singular momento. Por eso la monumental basílica, una de las más grandes Iglesias por entonces, resultó enseguida incapaz de acoger a tantos: la gente, de pie, llenaba las naves, los pasillos, cualquier rincón. 

¿Cómo sustraerse a la alegría general aquel día, allá por el año 626? La gran noticia de que ya quedaba atrás la inminente invasión extranjera, con su segura promesa de devastación, saqueo y muerte, inundaba los corazones más aún que los comentarios, risas y hasta el griterío el templo: todos querían festejar, todos querían dar gracias, todos querían celebrar la nueva oportunidad.

Qué bueno que quienes animaron ese momento de oración alegre apelaron a cantos conocidos por todos. Y, sí, ya más de un siglo que muchos de ellos daban voz, colorido y sosiego a la oración en común y solitaria: ¿quién no los sabía de memoria? Y, aunque tal fuera el caso, cualquiera podía unirse en sus estribillos pegadizos y en sus animadas aclamaciones. Y el contenido de los textos era más que habitual en los sermones de entonces. Por eso fueron ideales para ese momento: para expresar la gozosa gratitud.

Pero también fueron más que oportunos para invitar a mirar más allá de la circunstancia, abrirse por encima de la propia coyuntura superada. Oraciones de la mano de la Virgen María, que invitaban a poner la vista en el vasto horizonte de Dios: su maravillosa inmensidad, sus discretos y sabios designios, su amorosa cercanía. Sin lograr sumergirse en la fascinante presencia de Dios, toda oración queda trunca, esclava de las propias pequeñeces. Y la Madre de Dios es maestra en ese arte de abrirse a Él, siempre, en toda circunstancia. Y si se lo hace con las expresiones encantadoras y hábiles recursos de la poesía, como fue el caso entonces, tanto más el corazón halla en ello su propia voz.

Sin lograr sumergirse en la fascinante presencia de Dios, toda oración queda trunca, esclava de las propias pequeñeces.

Es así que desde esa ocasión se tornó una costumbre, hasta hoy, en las comunidades cristianas de las “Iglesias Orientales”, celebrar a María con esa oración, unos 24 himnos que recorren aclamando, agradeciendo, felicitando a la Madre del Salvador al evocar la Anunciación, las preocupaciones de la joven Madre y de su esposo san José, la adoración de los pastores, la visita de los Magos, la huida a Egipto y el retorno, el encuentro con Simeón en el Templo.

Después de una breve introducción, el himno se abre con una primera estrofa que canta la escena evangélica de la anunciación del Ángel (Lc 1,26–38). Y comienza la insistente invitación a la alabanza con la repetida exclamación “¡Alégrate!”: felicitación a la Madre de Dios, eco del mismo saludo de Gabriel, evocación de la gracia que la colma, que la hace imagen y presencia de la gracia para los creyentes. Así se canta:

Un ángel egregio
fue enviado desde el Cielo
para decir a la Madre de Dios
el “¡Alégrate!”
Junto a su voz incorpórea,
contemplándote hecho cuerpo,
se extasiaba y admiraba,
exclamando estas cosas:
¡Alégrate, esposa no desposada!

Y comienza entonces la primera cascada laudatoria de gozosos clamores:

¡Alégrate!: por ti el gozo brillará.
¡Alégrate!: por ti la maldición cesará.
¡Alégrate!: del caído Adán nueva llamada.
¡Alégrate!: de las lágrimas de Eva el rescate.
¡Alégrate!: altura inaccesible a los razonamientos humanos.
¡Alégrate!: profundidad insondable también a los ojos de los ángeles.
¡Alégrate!: porque eres la sede del Rey.
¡Alégrate!: porque sostienes al que sostiene el universo.
¡Alégrate!: estrella que manifiesta al Sol.
¡Alégrate!: vientre de la divina encarnación.
¡Alégrate!: por ti se renueva la creación.
¡Alégrate!: por ti se hace niño el Creador.
¡Alégrate, esposa no desposada!

¡Alégrate!, ¡alégrate! Las palabras del arcángel Gabriel en la anunciación (Lc 1,28) se repiten y se repiten. No son sólo un saludo, sino que esa expresión –en griego– ya contiene lo que el mensajero divino le siguió diciendo a la Virgen: “¡llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). Es así que se trata de un saludo, una felicitación, una constatación, que en boca del pueblo orante se convierte en reconocimiento agradecido, en alabanza por todos los dones que en María y a través de María se nos regalan. Y, entonces, el canto va evocando el gozo, la presencia de Dios, la superación del mal, la bendición. Como decía un pastor de mediados del siglo V, Basilio de Seleucia: “De ti [María], nacerá la alegría y cesará la antigua maldición, destruyendo el poder la muerte y concediéndonos a todos el don de la esperanza de la resurrección”.

Más adelante, se prosigue cantando:

Buscando la Virgen conocer tal conocimiento incognoscible,
clamó al enviado: “De mis puras vísceras, ¿cómo es posible
que sea dado a luz el Hijo? ¡Dímelo!”
A quien aquél le dijo con temor,
aunque exclamándole así:
¡Alégrate!: iniciadora en un designio inefable.
¡Alégrate!: garante de las cosas que requieren silencio.
¡Alégrate!: preludio de los portentos de Cristo.
¡Alégrate!: compendio de sus enseñanzas.
¡Alégrate!: escala celestial, por la que descendió Dios.
¡Alégrate!: puente que transporta a los de la tierra al Cielo.
¡Alégrate!: portento profusamente aclamado por los ángeles.
¡Alégrate!: herida llorada por los demonios.
¡Alégrate!: Tú que inefablemente engendraste la Luz.
¡Alégrate!: Tú que a nadie enseñaste de qué modo.
¡Alégrate!: Tú que sobrepasas el saber de los sabios.
¡Alégrate!: Tú que iluminas las mentes de los fieles.

La virgen que no duda, pero dialoga: “¿Cómo es posible que sea dado a luz el Hijo? ¡Dímelo!” (Lc 1,34). Su participación en el misterio salvador quiere ser libre y consciente: mujer prudente y sabia. Ireneo de Lyon, otro gran pastor del siglo II, explicaba: “De la misma manera que Eva fue seducida por la palabra de un ángel [el Demonio], para separarse de Dios, transgrediendo su palabra, así María ha recibido la buena noticia por la palabra de otro ángel para llevar a Dios en su seno, obedeciendo a su palabra; así como aquella fue seducida para que desobedeciera a Dios, así también ésta se convenció de obedecer a Dios”.

María, mujer maestra en cómo adentrarse en los planes divinos.

Mujer también maestra en cómo adentrarse en los planes divinos (mistagoga: la que introduce en el misterio de Dios): “¡Alégrate!: mistagoga en un designio inefable”. Decidida, lúcida, respetuosa, Aquella que “guarda todo y lo medita en su corazón” (Lc 2,19.51): “Garante de las cosas que requieren silencio”. Como explicaba a su comunidad “el Teólogo” del siglo IV, Gregorio de Nacianzo: “Cuánto más difícil de conocer es Dios que el hombre, tanto más inasequible que tu propia generación es la generación de arriba. De nuevo exclamaré: honraré la generación divina con el silencio” .

Y la alabanza continúa, con expresiones simpáticas: “¡Alégrate! Porque los de la tierra pueden danzar con los del Cielo”. Otras curiosas: “¡Alégrate! Tú que conduces a la unidad cosas que son opuestas”. Audaces: “¡Alégrate! Tú, por quien fue despojado el Infierno”. Siempre poéticas: “¡Alégrate! Tú que hiciste germinar al jardinero de nuestra vida”. Rebosantes de sentimiento: “¡Alégrate! Ternura que vence toda ansia”. Llenas de confianza: “¡Alégrate! Puerto de los navegantes de esta vida”.

Pero, bueno, no entretenemos más al esforzado lector. Sólo queríamos despertar el apetito, por así decir, para quedarse junto a María con estos pensamientos tan gratos: quiera Dios que así sea.


El texto del himno completo, así como distintas formas musicalizadas y cantadas, se puede encontrar en Internet o redes sociales como “himno akathistos” (aunque no siempre sean versiones del todo exactas).

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – DICIEMBRE 2023

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