Un acto de generosidad desmesurada, que desafía la lógica humana del resultado y del control.

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La parábola del sembrador, narrada en los Evangelios sinópticos, es una imagen poderosa y fundante del mensaje cristiano. A primera vista, podría parecer una simple alegoría sobre la diversa acogida de la Palabra de Dios. Sin embargo, con una mirada más profunda, revela una verdad radical, especialmente cuando se aplica a los procesos educativos y pastorales.
Esta verdad está contenida en el mismo gesto del sembrador, un gesto que podríamos definir como un “sembrar en la oscuridad”: un acto de generosidad desmesurada, aparentemente ineficiente, que desafía la lógica humana del resultado y del control.
El corazón de la reflexión no reside tanto en los cuatro tipos de terreno, cuanto en la figura del sembrador y en su acción. Él sale y esparce la semilla con un gesto amplio, casi irreflexivo. No hace un mapa preliminar del campo, no selecciona las parcelas más prometedoras, no evita cuidadosamente las piedras o los zarzales. Siembra en todas partes. No es la técnica de un agricultor moderno que busca maximizar la cosecha optimizando los recursos. Es, más bien, la representación de una lógica divina, una lógica de abundancia y de don incondicional.
Un amor sin diferencias
Trasladado al ámbito educativo y pastoral, este gesto desenmascara una de nuestras mayores tentaciones: la de la eficiencia y del resultado medible e inmediato. El educador, el catequista, el sacerdote, el padre o la madre, suelen verse acosados por el “síndrome del campesino calculador”. Se tiende a invertir tiempo y energías allí donde se intuye una promesa de retorno: el estudiante brillante, el feligrés devoto, el grupo juvenil más receptivo.
El educador que siembra en la oscuridad sabe que su labor es esencial pero no omnipotente.
Inconscientemente, se corre el riesgo de descuidar el “camino” de los corazones endurecidos, el “terreno pedregoso” de los entusiasmos efímeros o las “espinas” de las vidas complicadas y asfixiantes. La parábola nos dice, en cambio, que la semilla de la Palabra, del cuidado, del conocimiento, del testimonio, debe lanzarse en todas partes, sin cálculo ni prejuicio. “Sembrar en la oscuridad” significa ante todo esto: actuar por pura gratuidad, movidos no por la probabilidad de éxito, sino por la fe inquebrantable en el valor de la semilla misma. Es el amor que no hace diferencias, que se ofrece a todos porque no es una inversión, sino un don que desborda.
Aceptar no tener el control
En segundo lugar, “sembrar en la oscuridad” revela una profunda verdad sobre la humildad de nuestro papel. La oscuridad no es sólo la indiferencia del sembrador hacia la calidad del terreno, sino también el misterio impenetrable que es el corazón humano. El educador y el pastor no pueden “ver” dentro del alma del otro. No conocen del todo las heridas pasadas, los miedos ocultos, las resistencias inconscientes que vuelven un corazón duro como un camino o superficial como una fina capa de tierra. No pueden prever qué preocupación mundana o qué nueva pasión sofocará un buen propósito.
Actuar en esta “oscuridad” significa aceptar no tener el control sobre el proceso de crecimiento. Nuestra tarea es sembrar, no hacer germinar. El crecimiento pertenece a una dinámica misteriosa que involucra la libertad de la persona –el terreno–, la potencia intrínseca de la semilla –la Palabra, el amor– y la acción de la Gracia –el sol y la lluvia que no dependen del sembrador–. Esta conciencia nos libera de dos cargas opuestas pero igualmente dañinas: la arrogancia de quien se siente artífice del éxito ajeno y la frustración de quien se cree responsable del fracaso. El educador que siembra en la oscuridad sabe que su labor es esencial pero no omnipotente. Ofrece, propone, acompaña, pero al final da un paso atrás con respeto ante el recinto sagrado de la libertad del otro, donde ocurre el verdadero encuentro entre la semilla y la tierra.
Un acto de esperanza
Finalmente, el “sembrar en la oscuridad” es un acto de esperanza radical. ¿Por qué el sembrador sigue esparciendo la semilla con tanta generosidad, aun sabiendo que gran parte de ella se perderá? Porque su confianza no está puesta en la eficacia de su gesto, sino en la vitalidad inagotable de la semilla. Él sabe que, a pesar de los caminos, las piedras y las espinas, la semilla encierra en sí misma una potencia de vida capaz de dar fruto “al treinta, al sesenta, al ciento por uno” allí donde encuentre aunque sólo sea un pequeño rincón de tierra buena.
Esta es una lección fundamental contra el cinismo y el cansancio que pueden asaltar a quienes trabajan en el campo educativo y pastoral. Ante la apatía, la indiferencia o la hostilidad, la tentación es dejar de sembrar, concluir que “no merece la pena”. La parábola nos invita, en cambio, a trasladar el foco de la respuesta del terreno a la calidad de la semilla. Nuestra tarea no es obsesionarnos con la cosecha, sino asegurarnos de sembrar una buena semilla: una palabra auténtica, un testimonio creíble, un amor paciente, una cultura sólida.
Para el educador y el pastor, esto significa amar sin esperar recompensas, enseñar sin pretender moldear, testimoniar con fidelidad sin la ansiedad de ver los frutos.
La esperanza del sembrador no es un vago optimismo, sino la certeza de que la Verdad, la Belleza y el Bien, si se ofrecen con generosidad, poseen una fuerza propia que, tarde o temprano, de un modo que no podemos prever ni controlar, encontrará la manera de germinar.
En conclusión, la parábola del sembrador nos libera de la tiranía del resultado inmediato y nos introduce en una espiritualidad de la acción fundada en la gratuidad, la humildad y la esperanza.
“Sembrar en la oscuridad” no es una acción ciega o ingenua, sino el acto más realista y fecundo posible, porque se funda en la realidad de un Dios que da sin medida y en el misterio de la libertad humana. Para el educador y el pastor, esto significa amar sin esperar recompensas, enseñar sin pretender moldear, testimoniar con fidelidad sin la ansiedad de ver los frutos. Tal vez, el primer y más importante fruto de esta siembra generosa no sea el que crece en el campo, sino la transformación del corazón mismo del sembrador, que aprende a actuar y a amar con la misma “locura” divina, generosa y llena de esperanza.
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Don Fabio Attard
Rector Mayor de los Salesianos
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – OCTUBRE 2025