Solo “Víctor”…

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“Desde los diez años lo utilizaron de ‘mula’ los ‘mercaderes’ del barrio. ¿Qué le quedaba a Víctor? Su escuela, su espacio de pertenencia en el que podía ser ‘sólo Víctor’…”

Por Equipo Nacional Salesiano de Adicciones
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“Se suicida joven malviviente en la zona sur…”. Avanzo en el texto y más adelante leo el nombre del malviviente: “Víctor” ¿Malviviente? Este morocho de dientes blancos y sonrisa contagiosa no podía dejar atrás la soledad del menosprecio y la incertidumbre del después. Despacio y a veces imperceptiblemente se iban desatando los hilos que lo conectaban con el mundo.

Por ser hijo de chilenos, recibió el apodo de “chilote”. Uno de los tantos sobrenombres que tenía que cargar. Su familia realizaba trabajos rurales. Su padre era autoritario, rústico, frecuentando engaños, mujeres y alcohol; aprendió que los hombres rudos se formaban así, en el maltrato. 

Su madre, sumisa, torpe, reflejaba en su rostro el peso de las penas que se guardan y de las lágrimas que se secan con el dobladillo de un delantal viejo. Lágrimas que nacían de los golpes, el trabajo duro, el dolor, aceptados como moneda corriente para ella y su hijo. Entre una familia que lo desconoce y una calle que lo tiene para el cachetazo, Víctor debió aprender a sobrevivir. 

Desde los diez años lo utilizaron de “mula” los “mercaderes” del barrio. Cruzar el puente y traer para repartir en el centro de la ciudad no es fácil, pero un pibe golpeado y obligado puede hacerlo muy bien. De paso Victor sabía quedarse con “algún vuelto”: algo de sustancia, paco, unos porros. Para él, esta travesura impuesta tenía su desafío y su adrenalina.

Cada vez era mayor el reto y la ganancia. Él comprendía que continuar en ese ambiente implicaba la posibilidad de perder demasiado. Se lo replanteaba, pero no era fácil salir. No sólo por las amenazas que recibía, sino por que era inconscientemente un punto de referencia para él.

“Algunas veces lo esperaban en la parada del colectivo cuando venía para la escuela, lo obligaban a que reparta y no podía negarse porque lo molían a golpes”.

Víctor nos compartía a algunos pocos sus pesares: el no saber cómo, el querer salir y no poder. Algunas veces lo esperaban en la parada del colectivo cuando venía para la escuela, lo obligaban a que reparta y no podía negarse porque lo molían a golpes. Muchas veces llegó “dado vuelta” y tarde porque había consumido justo antes de entrar a la escuela, por la mañana. Sus ojos vidriosos, el sudor y la somnolencia, entre otros síntomas, delataban el alto grado de estupefacientes que se había cargado.

Todo pesaba: “chilote”, “negro”, “gordo”, “drogón”, “chacarero”, “pobre”. ¿Qué le quedaba a Víctor? Su escuela. Su espacio de pertenencia en el que podía ser “sólo Víctor”.

En la escuela pasaba todo el día, generalmente tenía estudio por la mañana y talleres por la tarde. Víctor era un campeón. Se sentía a gusto, sobre todo en los talleres. Pasaba largas horas con sus profesores. Era diestro con las herramientas y tenía fuerza como ninguno. Era el encargado de preparar el mate y con los instructores sostenía largas charlas hasta que había que echarlo, signo claro y evidente de que él se sentía seguro y feliz. 

Pero la primavera no dura cien años. Victor repitió el año, pues su desempeño en la mañana no era el mismo que en los talleres de la tarde. Esto provocó que quede desfasado en edad, y que tuviera que irse, dejando lo único que realmente lo contenía y que por un rato le permitía respirar algo de paz.

En la nueva escuela a la que asistió, Victor fue sólo un número más, un problema más para un sistema colapsado. Mucho tiempo libre para pensar que su vida no era exitosa, que era un perdedor. Mucho tiempo para vender huevos para la chacra de su padre, junto con todos los otros “productos. Consumir y vender.

La soledad de la vivienda, la familia limitada, las puertas que se cierran, conducen a un túnel de voces que aturden pero que no responden; a caminos circulares que se concentran siempre en los mismos centros. Esa vulnerabilidad cada vez más corpórea y dolorosa, más visible y cruel, más apoderada de su historia y de su corazón; terminó llevándoselo una tarde de domingo. Colgado de un tirante del mísero galpón de huevos que le robó los sueños, la esperanza, la posibilidad de abrir la ventana y ver el cielo azul por si acaso un aire nuevo rozara su rostro, quedando “solo Víctor”.

“Miguel Magone se encontró con Don Bosco. La prensa hoy diría ‘un malviviente’. Don Bosco dijo: ‘Soy un amigo tuyo’ y lo arrancó de la intemperie y de la desolación sin dudar”.

En la estación de tren de Carmagnola, “el pandillero de Dios”, Miguel Magone, se encontró con Don Bosco. La prensa de hoy diría “un malviviente”. Don Bosco dijo: “Soy un amigo tuyo” y lo llevó a Turín. Lo arrancó de la intemperie y de la desolación sin dudar. A Víctor seguramente lo esperó un poquito más arriba para tenerlo junto a él con Dios Padre para siempre.

BOLETÍN SALESIANO – OCTUBRE 2020

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