La mirada atenta y la confianza ofrecida a los demás abre oportunidades, como en este relato de un animador de un oratorio salesiano.
Por Equipo Nacional Salesiano de Prevención de Adicciones prevencionadicciones@donbosco.org.ar
Era sábado de oratorio. Llegamos al barrio y después de una oración los animadores nos dividimos para ir a buscar a los chicos. Fuí con otro a buscar a los más grandes, que seguramente iban a estar en la esquina de la plaza. Así fue, nos encontramos con los jóvenes y de entrada nos dimos cuenta que las cosas no andaban bien. Algo pasaba entre ellos, pero igual decidimos quedarnos.
Empezamos a conversar. Nosotros tratábamos de convencerlos para que terminen la escuela o comiencen algún taller, porque sino tenían todo el día libre y no hacían otra cosa más que drogarse con lo que encontraban y estar con el grupo mirándose las caras. A esta charla se empezaron a sumar otros chicos, conocidos de ellos. Nosotros los teníamos sólo de vista, pero todos eran bienvenidos.
En eso, veo de casualidad que uno de ellos tenía un arma, y se lo notaba algo impaciente e intranquilo. Cada tanto se separaban del grupo con algunos de sus amigos a murmurar. Ante esta situación, con mi compañero animador decidimos ir al comedor y hacer unas tortas fritas. Por un lado para compartir e ir construyendo confianza con los pibes, y por el otro para separarnos de este grupo que portaba el arma, pensando que no iban a sumarse a la propuesta. Para nuestro asombro, nos siguieron.
Llegamos y nos pusimos a cocinar: la única consigna era que tenían que ayudar en algo, no podían estar sin hacer nada. En eso estábamos cuando uno de los chicos, al cual no conocía pero recordaba que era al que le había visto el arma, se me acercó y me preguntó si podía hablar conmigo. Nos sentamos y nos pusimos a charlar.
Me contó que el año pasado un grupo de “narcos” del barrio le habían matado al hermano. Él se quería vengar, quería ir a buscarlos para matarlos y después irse a otro lugar para que no lo encuentren. Yo trataba de hacerle reflexionar que no iba a ganar nada, que iba a sumar más violencia a la que ya estaba instalada, que piense en su familia. Él me respondía que yo no sabía cómo se movían en el barrio y que sí o sí lo iba a matar. Me decía que le daba bronca verlo suelto, que siempre se lo cruzaba, que la policía no hacía nada y el otro caminaba como si nada.
“Me contó que el año pasado un grupo de “narcos” del barrio le habían matado al hermano. Él se quería vengar”
Ante todo, yo lo escuchaba y trataba de ayudarlo a razonar sobre lo que quería hacer, que no daba arruinarse la vida, que podía ser mejor persona. También entendía que debía estar en su lugar para escuchar su razonamiento. Estábamos cerrando la charla cuando me di cuenta de que ya estaban las tortas fritas y había que ir a asistir.
Antes de merendar aproveché para juntar a todos y hacer una bendición. Le pregunté a los chicos si creían en Dios. Muchos me dijeron que sí. Algunos se lo tomaron a broma. Les dije que Jesús se jugó por amor… “Y murió por nosotros”, me interrumpió el joven con quien antes estuve hablando. Aproveché esa respuesta y resalté lo importante que éramos para Él. Les dije también que la situación en la que vivimos, por muy difícil que sea, si bien nos condiciona mucho no define nuestras vidas. Y que cada uno podía salir adelante, porque son únicos y sus vidas son valiosas.
En ese momento pude ver que por lo menos algunos escuchaban y estaban atentos. Después de eso pudimos dar gracias a Dios por la posibilidad de tener un alimento. Rezamos un Padrenuestro todos juntos; algunos lo sabían y otros no, pero lo importante es que acompañaban con el silencio.
Al terminar las tortas fritas y ver que llegaban al comedor los más chiquitos, los grandes decidieron irse, y entre saludos se me acerca este chico, con el que pude charlar, y me dice: “Si no hubiese venido acá, hubiera ido a matar al que mató a mi hermano, porque antes de venir ya estaba con el arma preparada, lo había visto cuando estábamos en la plaza, pero decidí quedarme con ustedes y hasta pude rezar”. En ese momento no sabía qué decir. Me quedé sin palabras. Pero le expresé que me alegraba que estuviera con nosotros y que sepa que vamos a estar para lo que necesite, que era importante y que tanto a él como a los demás los queríamos.
“Se me acerca el chico con el que pude charlar, y me dice: ‘si no hubiese venido acá, hubiera ido a matar al que mató a mi hermano, pero decidí quedarme con ustedes y hasta pude rezar’”
Después de unos meses, caminando por el barrio me encuentro con él, me reconoce y me saluda desde lejos. Me alegró un montón ese encuentro. Se acercó y le pregunté qué era de su vida. Estaba en pareja, se había comprado una moto y estaba trabajando en un bar, eso le permitía hacerse unos pesos y llevarle algo de comida a su casa. Le dije que me alegraba mucho haberlo vuelto a ver y saber que estaba bien.
Segundos después le dí gracias a Dios por ese pequeño milagro que me había regalado: había tenido la gracia de haber visto un brote de aquello que vamos sembrando.
BOLETÍN SALESIANO – AGOSTO 2020