Por: Néstor Zubeldía, sdb
nzubeldia@donbosco.org.ar
Me llamo Alejandro. Nací en una familia de once hijos en la región de Trento, que en ese tiempo formaba parte del imperio austríaco. Papá murió lamentablemente muy joven, cuando yo tenía sólo once años. Era el médico del pueblo y se agarró una pulmonía después de ir a visitar en esquíes a un enfermo grave en medio de una tormenta de nieve. Mamá, que ya había soportado la muerte de cuatro de mis hermanitos, no pudo superar la ausencia de papá y tres meses después nos dejó huérfanos. Mi tío Guido, un distinguido sacerdote, se hizo cargo generosamente de los siete hermanos.
En casa había escuchado a papá hablar de Don Bosco mientras leía el diario. En ese tiempo el santo ya era muy conocido en toda Europa. Pero fue un párroco vecino, cooperador salesiano, el que me invitó a ir a Turín y me llevó a conocerlo personalmente. Al tío Guido no le gustaba mucho la idea. Le parecía que en la casa de Don Bosco iba a pasar hambre y frío. “Con lo que pagan ahí por un mes de pensión no pagás una comida en una fonda de Trento”, me dijo rezongando. Pero igual me dio permiso para ir. A mí me gustaban mucho la matemática, la física y la química y quería ser ingeniero. Más de una vez me soñé también como misionero en tierras lejanas. Pero cuando conocí a Don Bosco ya no tuve más dudas sobre mi porvenir. A pesar de la pobreza con la que se vivía en su oratorio de Turín, tan distinto a mi casa y a mi pueblo, quedé como encantado por ese ambiente en el que me sentí muy feliz.
A los diecisiete años, el mismo Don Bosco me impuso la sotana, como se usaba en ese tiempo, para comenzar el año de noviciado. Era el tiempo de la euforia de las misiones de la Patagonia. En esa época el padre Denza, que había fundado el observatorio y una escuela de meteorología en Moncalieri, le pidió a Don Bosco y a Monseñor Cagliero que fundaran observatorios también en esa región a la que empezaban a llegar sus misioneros y donde todavía estaba todo por hacer. El padre Denza, físico, astrónomo y presidente de la Sociedad Meteorológica Italiana, pensaba que ese sería el mejor modo de fomentar el progreso propiciando la agricultura. Así que, cuando en 1885, a los diez años de la primera expedición misionera salesiana, desembarqué en Buenos Aires junto a otros compañeros, llevaba entre mis cosas varios baúles con valiosos instrumentos de medición que nos habían donado en Italia.
Después de visitar el observatorio meteorológico que recién se había inaugurado en la nueva ciudad de La Plata, fundamos enseguida el primero de la Patagonia en Carmen de Patagones, que fue mi destino misionero. Eso no me impidió recorrer a caballo toda la zona, visitar a los pueblos aborígenes de la región para catequizar y bautizar y, como no podía con mi genio, también relevar el curso de los ríos, pensando en las posibilidades de riego para la agricultura. Yo tenía sólo 21 años.
En 1889 fui el primer sacerdote ordenado en la Patagonia. Carmen de Patagones se vistió de fiesta para esa ocasión. Pero enseguida después, el mismo monseñor Cagliero que me había ordenado, me envió al Fuerte General Roca, donde me tocó fundar la primera parroquia y el colegio San Miguel. El colegio fue una de las pocas edificaciones que se salvó de la gran inundación de 1899. La primitiva iglesia se vino abajo como casi todo el pueblo por la fuerza de la corriente. Gracias a Dios, con mucho esfuerzo logramos salvar de las aguas a todos los alumnos. En la zona fundé también la primera escuela agrícola y trabajé para irrigar el valle del río Negro.
Con veintinueve años de edad y diez de estadía en la Argentina, me presenté al presidente de la Nación con un ambicioso proyecto. En 1898 el presidente Roca, que iniciaba su segundo mandato, me había desafiado a que, si lograba mantener con agua el canal de riego, él haría traer a la zona el mejor ingeniero que consiguiera. Así fue que vino el ingeniero italiano César Cipolletti, que ya había hecho obras importantes en Mendoza y a quien debemos grandes trabajos en el Alto Valle. Roca me lo encomendó para que lo alojara y le transmitiera mi experiencia.
Unos años después, cuando el gobierno expropió nuestra escuela agrícola, me volví desilusionado a Italia para seguir trabajando allá, donde pude levantar una escuela para los huérfanos de la segunda guerra mundial. Ya en mi vejez tuve la emoción de recibir desde la Argentina un boleto de ferrocarril y ver que a la antigua estación Los Perales la habían rebautizado con mi nombre.
Alejandro De Stefenelli nació en Fondo, Trento, el 15 de diciembre de 1864. De grande, para hacer menos aristocrático su apellido, le sacó el “De” inicial. Vino a la Argentina en la décima expedición misionera salesiana. Después de dos décadas como misionero en la Patagonia, volvió a Italia, donde murió el 16 de agosto de 1952, a los 88 años.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – SEPTIEMBRE 2024