
Por: Néstor Zubeldía, sdb
nzubeldia@donbosco.org.ar
Me llamo Valentín. Nací en Varengo, un pueblo de la provincia italiana de Alejandría. A los doce años entré al Oratorio de Valdocco para aprender un oficio. Allí conocí a Don Bosco.
Cuando tenía veinticuatro años hice mis primeros votos como salesiano. Don Bosco mismo me había entregado la sotana el día que comencé el noviciado. Tuve también la alegría de que pudiera acompañarme en mi ordenación sacerdotal en Vigevano, el 3 de octubre de 1875, con el tiempo justo para partir rumbo a América en la primera expedición misionera salesiana.
La despedida ese día en el barco fue muy triste para mí. Don Bosco, que nos conocía bien, ya sabía que me había costado mucho despedirme de mi mamá y de los chicos del Oratorio. Al darse cuenta de mi pena, se me acercó enseguida. Cuando me preguntó, le confié que me daba mucha tristeza alejarme de él pensando que quizás ya no volvería a verlo. Entonces intentó tranquilizarme, pero yo sabía que él no podría viajar a América y que lo más probable era que yo tampoco pudiera regresar a Italia. Me aseguró una vez más que un día nos reencontraríamos. Esa certeza suya me dejó más tranquilo y menos angustiado.
En 1887, cuando yo ya había olvidado esa promesa, desde Turín llamaron a monseñor Cagliero para que fuera a despedirse de Don Bosco, que ya estaba muy enfermo. Nunca supe a ciencia cierta por qué don Cagliero me invitó a que lo acompañara en ese viaje tan especial. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, al reencontrarme cara a cara con Don Bosco, con toda lucidez me miró y me dijo: “¿No te prometí que nos volveríamos a ver?”. Se lo notaba muy desmejorado. En ese momento, mientras besaba emocionado su mano, ya no pude disimular mi llanto. Unos días después, cuando estuve de nuevo cerca de él y nadie nos escuchaba, Don Bosco me ofreció ayuda económica para mi mamá, que estaba atravesando una situación difícil. Pasados dos meses, ese hombre a quien tanto queríamos, se despedía de este mundo.
Antes y después de ese reencuentro inolvidable, en la Argentina viví en la comunidad de San Nicolás de los Arroyos, en la Mater Misericordiae de Buenos Aires y en el colegio Pío IX de Artes y oficios en Almagro. Allí me tocó recibir la donación de lo que hoy es el colegio y la capilla de San Antonio y comenzar la construcción. En 1894 fui el primer director de la escuela agrotécnica de Uribelarrea. ¡Imagínense mi alegría de poder volver a la vida en el campo como en mis primeros años! Pero esos comienzos no fueron fáciles. Tiempo después me tocó acompañar los inicios de otra misión muy lejos y en otro idioma. El 17 de febrero de 1897 llegué con los primeros misioneros salesianos a San Francisco, California, donde viví y trabajé por seis años. De regreso en la Argentina, estuve en Bahía Blanca y nuevamente en la parroquia San Carlos en Almagro. Aquí sigo en plena actividad, pero ya debo estar viejo porque muchos se me acercan a preguntarme por aquellos tiempos heroicos de los comienzos y a pedirme algún consejo.
Al desembarcar en Buenos Aires con veintiséis años, Valentín Cassini fue el más joven de los sacerdotes de la primera expedición misionera salesiana. Había nacido en Varengo, en el Piamonte, el 10 de abril de 1851. Aunque volvió alguna vez a Italia, pasó la mayor parte de su vida en la misión, más de cuarenta años en la Argentina y seis en Estados Unidos. En su última década, se convirtió en uno de los dos únicos testigos vivientes de los comienzos de la epopeya misionera en América. Murió en Almagro, Buenos Aires, el 26 de octubre de 1922. Sólo el cardenal Cagliero, del grupo de aquellos pioneros de 1875, lo sobrevivió en Roma por cuatro años.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – OCTUBRE 2025