Sin fronteras para la generosidad

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La primera expedición misionera fue bendecida por Don Bosco: “¿Quién sabe si esta partida será como una semilla de la cual va a surgir una gran planta?” La profecía se volvió realidad

Los veinticinco misioneros salesianos que partirán este año a diferentes lugares del mundo y continuarán haciendo realidad la profecía de Don Bosco.

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La primera vez fue inolvidable. El mundo no lo sabía, pero en aquel rincón de Turín llamado Valdocco comenzaba una empresa extraordinaria: diez jóvenes salesianos partían para la Argentina. Eran los primeros misioneros salesianos.

Las Memorias Biográficas narran aquel momento con acentos épicos: “Daban las 4 y sonaban las primeras notas del concierto campanario, cuando surgió en la casa un violento golpetear de puertas y ventanas. Se levantaba un viento tan fuerte que pareciera quisiera aterrar el Oratorio. Sería una casualidad, pero el hecho es que un viento igual sopló cuando se colocó la primera piedra de la iglesia de María Auxiliadora y uno similar cuando se consagró el Santuario”.

La basílica estaba llena. Don Bosco subió al púlpito. “Cuando apareció se hizo en aquel mar de gente un profundo silencio; un espasmo de conmoción pasó entre la audiencia, que apuró ávida sus palabras. Cada vez que se refería directamente a los misioneros, la voz se le quebraba. Y fue con viril esfuerzo con lo que lograba frenar las lágrimas, pero la audiencia sí que lloraba”.

Continúa el relato en las Memorias Biográficas

“Me falta la voz, las lágrimas me sofocan la palabra. Solamente les digo que si mi ánimo en este momento está conmovido es por su partida, mi corazón goza por un gran consuelo al mirar nuestra sólida congregación; al ver que en nuestra poquedad también nosotros en este momento ponemos nuestro granito de arena en el gran edificio de la Iglesia. ¡Sí! Parten valerosos; pero recuerden que hay sólo una Iglesia que se extiende en Europa y en América y en todo el mundo, y que recibe a los habitantes de todas las naciones que quieran venir a refugiarse en su materno abrazo. 

Como salesianos, en cualquier remoto lugar donde se encuentren, no olviden que aquí en Italia tienen un padre que les ama en el Señor, una congregación que ante cualquier desavenencia piensa en ustedes, que les provee y siempre les acogerá como hermanos. Vayan pues; habrán de afrontar todo tipo de cansancios, de agotamiento, de peligros; pero no teman, Dios está con ustedes. Irán, pero no solos; todos les acompañarán. ¡Adiós! Tal vez no nos veamos todos ya más en esta tierra”.

Abrazándoles, Don Bosco entregó a cada uno un folleto con veinte “recuerdos” especiales, casi un paternal testamento para los hijos que tal vez no habría de volver a ver. Los había escrito él mismo a lápiz en su libreta.

Los veinticinco misioneros salesianos que partirán este año a diferentes lugares del mundo y continuarán haciendo realidad la profecía de Don Bosco.

El árbol crece

El 25 de septiembre hemos revivido aquel momento de gracia por 153ª vez. Hoy se llaman Oscar, Sébastien, Jean-Marie, Tony, Carlos… son veinticinco jóvenes, preparados, pero que llevan en los ojos y en el corazón la conciencia y la valentía de los primeros. Son la vanguardia de cuanto he pedido a toda la Familia Salesiana para este sexenio: audacia, profecía y fidelidad.

Sueño que, en los próximos años, decir “salesianos de Don Bosco” también signifique que somos consagrados un poco “locos”, porque acompañamos a los jóvenes, sobre todo a los más pobres, los más abandonados e indefensos, con verdadero corazón salesiano. Esta me parece la definición más bella que se pueda dar hoy de los hijos de Don Bosco. Estoy convencido que nuestro Padre quiere justamente esto.

Don Bosco había hecho una pequeña profecía: “Nosotros damos inicio a una gran obra, no porque se tengan pretensiones o se piense en convertir al universo entero en pocos días, no. Pero, ¿quién sabe si esta partida y esto que parece poco sea como una semilla de la cual va a surgir una gran planta? ¿Quién sabe si no será como una semilla de mijo o de mostaza, que poco a poco va extendiéndose y que lo haga para hacer un gran bien? ¿Quién sabe si esta partida no haya despertado en el corazón de muchos el deseo de consagrarse a Dios en las Misiones, reforzando nuestras filas? Yo lo espero. He visto el número extra grande de aquellos que pidieron ser los elegidos”.

«El mundo no lo sabía, pero en aquel rincón de Turín llamado Valdocco comenzaba una empresa extraordinaria: diez jóvenes salesianos partían para Argentina». 

Hoy todavía parten salesianos para donar la vida a Dios. Y no son solamente palabras. La Congregación ha pagado también el tributo de sangre. El lema sacerdotal que el mártir Rudolf Lunkenbein había elegido para su ordenación era: “He venido para servir y dar la vida”. En su última visita a Alemania, en 1974, su madre le rogaba tener cuidado, pues le habían informado de los riesgos que corría su hijo. Él respondió: “Mamá, ¿por qué te preocupas? No hay nada más bello que morir por la causa de Dios. Este sería mi sueño”.

Superar las fronteras

Tengo la firme convicción de que nuestra familia debe caminar en los próximos seis años hacia una mayor universalidad y sin fronteras. Las naciones tienen confines. Nuestra generosidad, que sostiene la misión, no puede ni debe conocer límites. La profecía de la cual debemos ser testigos como Congregación no tiene confines.

En un mundo en el cual las fronteras corren el riesgo de cerrarse todavía más, la profecía de nuestra vida consiste también en mostrar que para nosotros no hay fronteras. La única realidad que tenemos es Dios, el Evangelio y la misión.

«Millones de familias en todo el mundo tienen un gran reconocimiento hacia los salesianos que se han vuelto “Evangelio” en medio de ellos».

Un misionero contaba haber celebrado la misa para los indígenas de las montañas cercanas a Cochabamba, en Bolivia. Era un joven sacerdote y casi no conocía la lengua quechua. Al final, mientras se dirigía a casa, sentía haber sido un fiasco y no haber logrado comunicar su mensaje. Pero se presentó un viejo campesino, vestido pobremente, y agradeció al joven misionero por haber venido.

Luego hizo algo increíble: “Antes de que yo lograra abrir la boca, el viejo campesino mete las manos en los bolsillos de su ropa y saca dos puñados de distintos pétalos de rosas. Se alza sobre la punta de los pies y con gestos me pide que baje la cabeza. Hace caer los pétalos sobre mi cabeza y quedo sin palabras. Hurga de nuevo en los bolsillos y extrae otros dos puñados de pétalos.  Continúa repitiendo el gesto y la caída de pétalos de rosas rojas, rosas y amarillas parece infinita. Yo permanezco simplemente y lo dejo seguir mirando mis sandalias de cuero, mojadas por mis lágrimas y cubiertos de pétalos de rosa. Al final se despide y me quedo solo. Solo con la fresca fragancia de las rosas”.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – OCTUBRE 2022

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