El ahorro: una decisión, una posibilidad o una ilusión.
Por: Ricardo Díaz
redaccion@boletinsalesiano.com.ar
En circunstancias en que la pobreza alcanza a más del 50% de la población, obliga a dejar atrás la imagen del “país de clase media” y reconfigura nuestra
estructura social, parece irreal y lejano pensar en el ahorro. Sin embargo, hay algunas cuestiones que merecen ser abordadas.
Nuestros abuelos fueron educados en la cultura del ahorro, incluyendo sistemas infantiles, basados por ejemplo en estampillas o alcancías. Socialmente, se veía rápidamente la importancia de educar en esta
sana práctica. Es que la posibilidad de ahorrar, en la medida que libera recursos de un flujo “obligado” de gastos, abre posibilidades a más largo plazo: viajes, construcción o adquisición de una vivienda, entre otras posibilidades. Sin embargo, el ahorro nace de una actitud ante la vida abierta a un futuro, precisa de cierta previsibilidad en las expectativas que generaciones más recientes no han podido gozar.
La inflación, tan persistente en la economía argentina, precisamente, dificulta mucho pensar en el largo plazo, dada la pérdida del poder adquisitivo de los ingresos y de los ahorros. La inflación consolida una cierta “miopía” económica, y, por extensión, este acortamiento de los horizontes temporales puede incidir en términos vitales, existenciales.
El ahorro nace de una actitud ante la vida abierta a un futuro, precisa de cierta previsibilidad en las expectativas, que generaciones más recientes no han podido gozar.
De este modo, ya desde hace unos cuantos años, pueden verse muchos casos de familias que sin poder acceder a una vivienda propia, se conforman con poder instalar sistemas de televisión con los que poder disfrutar de una amplia oferta de programación, o con poder participar de recitales de sus admirados artistas.
¿Es verdaderamente irracional esta actitud, cuando la posibilidad de poder cubrir necesidades mucho más acuciantes, pero mucho más caras, como la de
acceder a la propiedad de un inmueble se aleja año tras año? ¿Deben sacrificarse todas las satisfacciones, ¿aún las menores, sólo porque las casas y los departamentos se han encarecido lenta pero firmemente?
Un acto de resistencia
Sin pretender dar una respuesta a estas preguntas, y respetando profundamente las decisiones de cada familia, sí podemos precisar otras cuestiones. El ahorro, como disposición personal, va acompañado de algunas virtudes, como la capacidad de sostener una meta, un propósito, la paciencia, la constancia, la austeridad, que son necesarias para un desarrollo personal, familiar, comunitario. En este sentido, frente a la actitud de ahorrar “lo que sobre”, si se puede, conviene plantearse un objetivo personal o familiar de ahorro, aunque sea mínimo.
La actual cultura consumista atenta contra estas actitudes. El inmediatismo con el que se presentan las ofertas de compra, la tentación de enriquecerse pronta y fácilmente, mediante apuestas o promesas garantizadas de sofisticadas operaciones financieras, también van en la misma línea.
Entonces, de por sí, el mero hecho de no consumir automáticamente, de no gastar rápidamente ni derrochar los recursos adquiridos tras un esfuerzo personal se vuelve un hecho contracultural, un acto de resistencia contra uno de los rasgos que no nos hace bien de nuestra cultura actual.
Ahorrar es diferente que acumular
Sin embargo, aunque solía decirse que “el ahorro es la base de la fortuna”, el ahorro, como mera abstinencia de consumo, no garantiza que socialmente sea productivo.
Está muy extendido el hábito de acumular, o, peor aún, atesorar, algunos bienes valiosos –billetes y monedas extranjeros, metales preciosos, por ejemplo–, como estrategia –comprensible, por cierto– de “refugio de valor” ante las crisis económicas recurrentes que hemos vivido como país. Esta actitud no difiere demasiado de la del náufrago que se aferra a un listón de madera, tras el hundimiento de la embarcación. Y se vuelve socialmente más irracional si los pasajeros y tripulantes de la embarcación se dedicaron a destrozar el navío para asegurarse cada uno su propio listón de madera salvador antes del desastre esperado y autoinfligido.
Económicamente, el ahorro debe servir para financiar e invertir en la construcción de bienes durables, en la innovación, en el desarrollo de tecnología, en la producción, en el sostenimiento de puestos de trabajo, en la prevención de daños al medio ambiente, etc. De esa manera, la sociedad puede generar riqueza genuina con más facilidad y eficiencia, participando los ahorristas de esta ganancia social, desde luego.
En verdad, yendo más allá de la visión estrechamente económica, la circulación de recursos es vital para una comunidad en su conjunto. Y en esta perspectiva, sin descartar los mercados de capitales y las “grandes inversiones”, las “pequeñas inversiones” serían las primeras beneficiarias de esta circulación de recursos, desde el financiamiento convencional, el descuento de cheques, hasta los microcréditos o las donaciones directas.
Parecería, entonces, que cabe al Estado un rol primordial en ofrecer un horizonte temporal más estable y previsible, reconstruir y fomentar una “cultura del ahorro”, y, consecuentemente, de la inversión: desde la preservación de la estabilidad macroeconómica, el cuidado de un nivel general de precios, la institución de créditos hipotecarios accesibles –para poder ahorrar en la propia vivienda–, el acceso a seguros para proteger la propia vida, la salud y el patrimonio, pasando por la difusión y facilitación de instrumentos de ahorro y financiamiento para familias y pequeñas empresas, hasta campañas educativas y de divulgación para fortalecer estas iniciativas. No permitamos que las urgencias del presente nos impidan apreciar la importancia de construir un futuro.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – NOVIEMBRE 2024