Me llamo Esteban Bourlot

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Por Néstor Zubeldía
nzubeldia@donbosco.org.ar

Me llamo Esteban. Nací en un pueblito piamontés en las montañas, muy cerca del límite con Francia. Mis padres eran franceses y en casa hablábamos esa lengua. En la familia había varios curas y monjas. A los quince años ingresé al seminario de mi diócesis de Pinerolo con el deseo de ser sacerdote. Conocí a Don Bosco cuando el seminario se cerró a causa de la guerra con Austria. En ese tiempo él nos recibió en su Oratorio en Valdocco para que pudiéramos seguir estudiando. Quedamos muy impresionados con su modo de ser sacerdote y con ese ambiente de alegría juvenil que generaba a su alrededor.

A los veintidós años mi obispo me ordenó sacerdote y me destinó a un pueblito encantador en los Alpes en el que viví mis primeros cuatro años como párroco. Hasta que se despertó en mí el sueño de las misiones lejanas. Ahí estuvimos un tiempo carta va carta viene con Don Bosco para que me aceptara entre sus misioneros y con el obispo que quería retenerme en la diócesis. A los pocos meses ya estaba en Roma presentándome al Papa junto al grupo de salesianos que partiríamos hacia América en la segunda expedición misionera. El tiempo de prueba y de preparación había sido tan breve como intensivo. Así eran las cosas en ese tiempo en la Casa de Don Bosco. Él lo llamaba la “scuola di fuoco”. Éramos todos muy jóvenes. Don Bodratto, ya viudo y mayor, fue el jefe de la expedición. El 14 de noviembre de 1876, casi un año exacto después de los diez primeros, partimos también nosotros del puerto de Génova.

Tras el largo viaje, en América me esperaban enseguida dos tareas para las que contaba con experiencia: las clases de francés y el oficio de párroco. Fui profesor en Villa Colón, cerca de Montevideo, y estuve entre los primeros salesianos que se instalaron en Uruguay. Poco después fui el primer párroco de San Carlos en Almagro. Pero enseguida tuve que hacerme cargo de la parroquia a la que dediqué el resto de mi vida: San Juan Evangelista, la primera parroquia de los salesianos en todo el mundo, nada menos que en el peligroso caserío de La Boca del Riachuelo. Para llegar ahí desde la ciudad había que animarse a cruzar el peligroso “Tragaleguas”, que hoy llaman la avenida Almirante Brown y ya está todo edificado.

En La Boca se hablaban muchas lenguas y dialectos, pero especialmente el genovés. Los comienzos fueron muy difíciles. No era lugar recomendable para curas ni monjas. A pesar de todo, pusimos la primera piedra de la iglesia que años después pude ver concluida y hermosa. Recibí a las Hijas de María Auxiliadora que sorprendieron a todo Buenos Aires cuando abrieron el oratorio y el colegio para las chicas. Además, inicié un periódico, organicé procesiones hasta en la Vuelta de Rocha, donde mis paisanos hacían flamear los estandartes del diablo. En más de veinte años, aguanté atentados, soporté las frecuentes inundaciones y las pestes que venían tras ellas. Cuando llegó el cólera, visité hasta el último enfermo, me hice amigo de católicos y no católicos, pero especialmente de los chicos del barrio y de los viejitos. Visité los bares, las barracas, los conventillos y los muelles del puerto. Hasta que la parálisis me inmovilizó y me dejó reducido a la mínima expresión. Ahora a duras penas puedo escribirles. ¡Gracias a Dios al menos estoy lúcido y puedo recordar!

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