«Nuestra Mama Antula»

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El recorrido de la primera santa argentina.

Por Néstor Zubeldía
nzubeldia@donbosco.org.ar

María Antonia había nacido en 1730 en Santiago del Estero, en ese tiempo capital de la inmensa provincia del Tucumán, en el Virreinato del Perú. Era una mujer de familia acomodada y de doble apellido, de las pocas que habían podido aprender a leer y a escribir. A los quince años, no había elegido ni el encierro en el hogar familiar ni el convento de clausura, los dos caminos habituales para su ambiente. Ella eligió hacerse “beata”, lo que hoy llamaríamos una consagración laical, en la espiritualidad ignaciana de la Compañía de Jesús.

Desde pequeña se había acercado a la vida y a la tarea de los jesuitas, que tenían una presencia importante en la ciudad y en la región. Así fue que, con quince años, María Antonia de Paz y Figueroa hizo sus votos a solas ante el altar. Y si bien Ignacio de Loyola nunca fundó una rama femenina, ella se consideró siempre “beata profesa de la Compañía de Jesús” y hablaba de su Padre San Ignacio, su Madre la Compañía y sus hermanos los jesuitas. Con los años y las mudanzas recibiría muchos otros nombres: “Nuestra Madre Beata”, “la beata de los ejercicios” y, sobre todo, el que cariñosamente le dieron en quichua sus paisanos santiagueños: “nuestra Mama Antula”.

“Los expatriados”

El beaterío de Santiago del Estero, la casa donde vivía el entusiasta grupo de las beatas, estaba justo enfrente del convento de los jesuitas. Desde allí ellas acompañaban especialmente la tarea de los ejercicios espirituales. Pero antes de los ejercicios, había que preparar la casa para recibir a grupos numerosos, conseguir los alimentos y después cocinar e incluso encargarse de los niños cuando eran las mujeres quienes entraban a esa semana intensa de retiro. Además, las beatas también se hacían tiempo para visitar a los enfermos y a los presos y se encargaban de la alfabetización de los más pequeños. Nunca les faltaba trabajo. Tampoco iniciativa.

Pero en la funesta noche del 9 de agosto de 1567 todo cambió. Amparados en la oscuridad, los soldados del rey ingresaron en el convento santiagueño de la Compañía, apresaron hasta el último jesuita y confiscaron todos sus bienes. En España, el pulgar de Carlos III se había bajado inapelablemente contra la Compañía de Jesús y la decisión se ejecutaría en pocos meses en todo ese inmenso imperio.

Así, los que hasta un día antes dirigían los colegios y la universidad o habían organizado las grandes reducciones entre los guaraníes. fueron encadenados y deportados como criminales hacia Europa. Ni siquiera se los podía nombrar. Pasaban a ser “los expatriados”. Quienes habían vivido y trabajado junto a ellos, se vieron desamparados. Su mundo cotidiano se derrumbaba y todo lo que olía a jesuita pasaba a quedar prohibido, incluyendo los ejercicios espirituales.

“Manos a la obra”

María Antonia y sus compañeras podían haberse quedado llorando sus penas, pero enseguida se arremangaron y se pusieron manos a la obra haciendo lo que habían aprendido. Al año siguiente, sin jesuitas, sin casas de retiro, sin recursos económicos, sin el prestigio ni la formación de la Compañía de Jesús, una mujer de treinta y siete años, se pondrá en camino para que esa experiencia que había dado tantos frutos, no quedara en el olvido.

Y eso no sólo en Santiago del Estero, porque recorriendo a pie miles de kilómetros, vestida con el hábito de jesuita y con una cruz como bastón, llevará los ejercicios espirituales a La Rioja y Catamarca, Salta, Jujuy y Tucumán. En Córdoba estuvo dos años y también allí pidió y obtuvo el permiso del obispo para los ejercicios, consiguió sacerdotes para la predicación y los sacramentos y mendigó casa por casa para poder dar de comer gratis a tanta gente, sin que nadie tuviera que pagar para acercarse a Dios.

Recorrió a pie miles de kilómetros para llevar los ejercicios espirituales ignacianos.

Cuando se organizó el virreinato del Río de la Plata, la beata se trasladó a Buenos Aires. Los comienzos no fueron fáciles. En la nueva capital la recibieron como bruja y a piedrazos, pero poco después pudo reiniciar allí la práctica de los ejercicios y conseguir el permiso para llevarlos a Uruguay y para levantar una casa de ejercicios en Buenos Aires, que hoy es el edificio colonial más grande de la ciudad. La fe y los milagros de esta mujer increíble llegaron a conocerse hasta en Europa por las cartas que ella y otros escribían desde nuestras tierras y especialmente por la correspondencia que recibían los ex jesuitas. Por eso se la considera también la primera escritora rioplatense.

En 1791 llegó a escribirse en francés y a difundirse por Europa una pequeña biografía de María Antonia llamada “El Estandarte de la Mujer Fuerte de nuestros días”. La Mama Antula murió en la Santa Casa en Buenos Aires el 7 de marzo de 1799. Su causa de beatificación fue la primera iniciada en nuestro país, en 1905. Pero sería beatificada recién el 27 de agosto de 2016, por un Papa jesuita y argentino. El mismo que la canonizó el 11 de febrero de 2024.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – MARZO 2024

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