Carlos Mugica: el “cheto” de Barrio Norte que quiso ser el cura de los villeros de Retiro.
Por Néstor Zubeldía //
nzubeldia@donbosco.org.ar
Hace cincuenta años, en el barrio porteño de Mataderos, caía asesinado Carlos Mugica.
Yo no llegaba a los diez años, pero todavía recuerdo los titulares del diario del domingo, el único que se compraba en casa en la semana. “Asesinaron al cura Mugica”, decía. Y a continuación se explicaba que, como todos los sábados, el padre Carlos Mugica había tenido una reunión con las parejas que se preparaban al matrimonio y había celebrado la misa vespertina en la parroquia San Francisco Solano. Pero cuando salía del templo, alguien bajó apresuradamente de un coche, lo ametralló y huyó dejándolo tirado en un charco de sangre.
Tiempos difíciles
Eran tiempos difíciles para los argentinos. Cualquier diferencia de pensamiento o de acción se silenciaba con la violencia. El país comenzaba a desangrarse y cada día se abrían heridas que el tiempo y la historia no han logrado sanar.
Por eso, pocos se habrán sorprendido aquella mañana de que los trece años de sacerdocio del cura Mugica terminaran así. Eran casi la consecuencia “lógica” de una lógica infernal en la Argentina.
Él mismo lo sabía. Cuando tres años antes pusieron una bomba en su casa del Barrio Norte había escrito: “Nada ni nadie me impedirá servir a Jesucristo y a su Iglesia, luchando junto con los pobres por su liberación. Si el Señor me concede el privilegio que no merezco de perder la vida en esta empresa, estoy a su disposición”.
Carlos había nacido en el año 1930 en la entonces aristocrática curva de la calle Arroyo. Años después, en ese sector de Buenos Aires, las casas señoriales fueron demolidas para prolongar la avenida Nueve de Julio. Hoy puede verse allí, sobre la avenida, una imagen del sacerdote. “Éramos siete hermanos –comentaba él mismo en una entrevista–. El colegio, mis amigos, eran todos como yo. Mi familia tenía una honda fe cristiana y fui criado en un clima de piedad religiosa. Pero era una fe muy preocupada por la salvación del alma que no se preocupaba en cambio por la conformidad que sentíamos con todo lo que nos rodeaba. El otro mundo, el mundo de los pobres, no lo conocía”.
“¿Cómo se las arreglará Dios?”
“La ocasión de comenzar a tocar las cosas del pueblo vino a causa del fútbol” –seguía contando Carlos Mugica en la entrevista–. “Mi padre me daba un peso por semana. La popular valía cincuenta centavos y yo iba a la cancha con Nico, el hijo de la cocinera. Yo era fanático de Racing. Me agarraba unas ronqueras bárbaras, pero además tenía problemas de conciencia. Yo era muy piadoso… y en mis oraciones le pedía siempre a Dios que ganara Racing el domingo. Pero mi hermano Alejandro era de River y él le pedía que ganara River. Yo pensaba, ¿cómo se las arreglará Dios? … Y bueno, habrá empate”.
“Con el tiempo aprendí que había otra forma de felicidad. Me acuerdo que un día, charlando con mi confesor, el padre Aguirre, le dije: ‘Padre, hoy me siento un tipo feliz. Primero porque hay una chica que creo que me lleva el apunte. Segundo, porque Fangio acaba de ser campeón mundial. Y tercero, porque Racing va primero’. Esa era toda mi problemática en aquella época. Pienso que mi vida se hubiera derrumbado si Fangio volcaba con el coche o Racing perdía dos a cero. Pero el padre Aguirre, que era un tipo extraordinario, sonrió y me dijo: ‘Mirá, Carlos, yo creo que la felicidad depende de cosas más profundas…’ Por primera vez me hizo pensar que la felicidad no está tanto en las cosas de uno sino en las de los demás”.
Una entrega sin medida
“Hasta los diecinueve años no se me había cruzado la idea de ser sacerdote. Pero a los veintiuno, cuando estaba en tercer año de derecho, ayudado por el padre Aguirre y por mi madre, dejé todo y entré al seminario.
El sacerdocio implica una entrega a los demás sin medida. Sin amor, el sacerdocio pierde su significado más profundo. Sin amor no existe posibilidad de un cambio revolucionario. Sin amor no hay conversión en las personas”.
Ya como seminarista, Carlos Mugica comenzó a recorrer los conventillos porteños junto al padre Iriarte. Pero en 1959 Iriarte fue nombrado obispo de Reconquista, y Carlos, recién ordenado sacerdote, lo acompañó a comenzar su misión en el chaco santafesino.
De vuelta en Buenos Aires, se dedicó a la pastoral universitaria, a la radio, dio clases de teología en la Universidad del Salvador, trabajó en la parroquia del Socorro y como secretario del cardenal Caggiano. En 1968 viajó a estudiar a Francia y a su regreso sería uno de los fundadores del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo –MSTM– y del equipo de Pastoral de Villas.
En esos años comenzó su actividad en la capilla Cristo Obrero de Retiro y alcanzó renombre a través de los medios de comunicación. Para algunos que lo criticaron, no se trató más que de una pose, una actividad motivada por sus remordimientos burgueses o la búsqueda de una fama fácil o de réditos políticos. Pero Carlos escribía: “Creo que el punto de referencia para saber si la actitud con los hermanos de la villa es sincera, está en el compromiso que se toma en todo momento y en todo lugar. En la medida en que yo me largo a una vida cómoda y fácil estoy traicionando a los hermanos de la villa. Yo digo que voy a la villa a enseñar a Cristo y a aprender a conocer a Cristo”.
Junto al pueblo
Carlos Mugica no ocultó nunca su claro compromiso cristiano, su adhesión a la Iglesia y su obediencia a los pastores. Criticó a los intelectuales de izquierda que buscaban la revolución en los libros y corrían el riesgo de morirse de un error de imprenta y a los gobiernos militares que favorecieron la miseria, el hambre y la represión. Y por eso mismo fue criticado y perseguido por ambos extremos. Para unos era un cura conservador y adormecedor de conciencias; para otros, un peligroso cura comunista.
Al rechazar el ofrecimiento de la candidatura a diputado que le hiciera el mismo Perón expresó. “Prefiero seguir donde Dios me ha llamado comprometido con la realidad que vivimos, pero completamente libre para poder juzgarla”.
Alineado abiertamente con el justicialismo como varios de sus compañeros porteños del MSTM, Mugica fue uno de los dos sacerdotes, junto con el padre Jorge Vernazza, que integraron la famosa comitiva para el regreso de Perón a la Argentina en 1973. Él entendió esa opción como una forma de acompañar al pueblo, a sus villeros. Pero eso no le impidió rechazar el ofrecimiento de la candidatura a diputado que le hiciera el mismo Perón. “Prefiero seguir donde Dios me ha llamado –le respondió por carta– comprometido con la realidad que vivimos, pero completamente libre para poder juzgarla”.
Solamente las balas pudieron acabar con el trabajo y la palabra de “Carlitos” –como lo llamaban en Retiro–. Es que el cura ya se había vuelto demasiado molesto para muchos. “Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes”, había dicho Jesús.
“Los hermanos de la villa son en la práctica la expresión de cómo Cristo nos enseñó a vivir”, expresó Carlos Mugica.
El domingo 12 de mayo, una multitud interminable salió de la villa de Retiro. Los villeros y los sacerdotes llevaban a pulso el cuerpo de Carlos Mugica al cementerio de la Recoleta. Su hermano Alejandro recordaba que desde los balcones de la avenida del Libertador la gente arrojaba flores a su paso. “El entierro de Carlos fue como una especie de signo de unidad de lo que podía haber sido una Argentina con justicia”, confiesa con lágrimas en los ojos en un documental su compañero y amigo Alejandro Mayol. “Me impresiona cómo reaccionan los villeros frente a la muerte de un ser querido –había escrito Carlos–, qué fe auténtica tienen en la resurrección. Los hermanos de la villa son en la práctica la expresión de cómo Cristo nos enseñó a vivir”. Ese día sus palabras se hacían visibles. Como aquellas otras, las últimas, que le escucharon murmurar agonizante en el hospital minutos antes de morir: “Ahora, más que nunca, tenemos que estar junto al pueblo”.
Meditación en la villa (Carlos Mugica, 1972)
Señor: perdóname por haberme acostumbrado
a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece.
Señor: perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro.
Yo me puedo ir, ellos no.
Señor: perdóname por haber aprendido a soportar el olor de aguas servidas,
de las que puedo no sufrir, ellos no.
Señor: perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo.
Señor: yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no,
porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre.
Señor: perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre”
y no luchar con todo para que rescaten su pan.
Señor: quiero quererlos por ellos y no por mí.
Señor: quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos.
Señor: quiero estar con ellos a la hora de la luz.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JUNIO 2024