En primera persona

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Por: Néstor Zubeldía, sdb

nzubeldia@donbosco.org.ar

Me llamo Juan Bautista. Nací en el pequeño pueblo de Pigna, entre las montañas de la región italiana de Liguria, cerquita del límite con Francia. Fui alumno en el colegio salesiano de Alassio y al concluir los estudios decidí entrar al noviciado. “Si usted cree que puedo servir para las misiones”, le dije un día a Don Bosco, “yo entraré en la Congregación, porque ese es realmente mi deseo”

Ingresé a la Congregación justo cuando Don Bosco estaba en plenos preparativos de la primera expedición misionera a América. Al principio no estuve entre los candidatos para el gran viaje. Pero en cuanto se bajó uno de la lista, Don Bosco se acordó de mi ofrecimiento y con enorme alegría y emoción pude unirme al grupo antes del viaje a Roma para presentarnos al Papa como los primeros misioneros salesianos. 

“¿Dónde están mis pequeños misioneros?”, dijo Pío IX al vernos tan jóvenes cuando nos recibió en el Palacio Apostólico. Con mis veinte años recién cumplidos, yo era de los más altos del grupo, pero se ve que mi cara me delataba. Por algo don Cagliero me llamaba en sus cartas “el niño Allavena”.

Como todavía no habíamos cumplido con el servicio militar, Vicente Gioia y yo, que éramos los más jóvenes, no pudimos embarcarnos en Génova. Por eso a Don Bosco se le ocurrió que cruzáramos la frontera hacia Francia, donde no nos pedían pasaporte para subir al barco. Nos sumamos al grupo en el puerto francés de Marsella, primera escala del vapor Savoie

Cagliero bajó enseguida esperando encontrarnos en el muelle, pero nosotros llegamos después de lo calculado, apenas con tiempo para embarcar. Todos estaban nerviosos por nuestra demora, pero a nosotros nos preocupaba más el hambre, porque como no teníamos ni una moneda en el bolsillo, habíamos pasado el día entero sin probar bocado. Don Cagliero pidió doble cena para nosotros y nos mandó enseguida a descansar. Él, por su parte, le envió ni bien pudo un telegrama a Don Bosco según lo que habían acordado. Si no nos encontraban en el puerto, tenía que escribirle: “Estamos bien”. Pero si lográbamos reunirnos los diez, tenía que agregar el “todos”. Así que, con gran satisfacción, mientras anochecía en la costa, el jefe de la expedición pudo telegrafiar: “Estamos todos bien”.

Yo, que nunca había subido a un barco, no salía de mi asombro al cruzar el estrecho de Gibraltar, al llegar a las islas africanas de Cabo Verde y, ya en América, al conocer la deslumbrante bahía de Río de Janeiro. 

Al llegar a Buenos Aires nos alojamos con el padre Cagliero en la casa de Don Benítez, ese anciano bueno y generoso que le había escrito a Don Bosco ofreciéndole el colegio que estaban terminando de construir para nosotros en San Nicolás. Allí nos instalamos. Enseguida me hice amigo de los chicos y empecé a hablar español, a dar clases y a andar a caballo. Tres años después, Monseñor Aneiros me ordenó sacerdote. Estrené mi sacerdocio en Paraguay, donde el representante del Papa me llevó para ayudarlo en las confesiones de Semana Santa. Pero al final pasé allá casi dos meses. Y si no fuera por don Fagnano, que me reclamó insistentemente desde San Nicolás, estaría todavía tomando tereré y hablando guaraní.

Juan Bautista Allavena (1855-1887) fue el más joven entre los diez misioneros de la primera expedición salesiana a América y uno de los últimos en sumarse a la lista de pasajeros del vapor Savoie. Gozó de muy buena aceptación en los distintos lugares en que le tocó vivir y trabajar. Fue el primer salesiano en llegar al Paraguay, donde la Congregación se instaló recién veinte años después. Murió en Villa Colón, Uruguay, el 20 de diciembre de 1887, cuando tenía sólo 32 años.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2025

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