Un amigo siempre está

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Don Pietro Merla y su camino con Don Bosco.

Por Emilio Garro
Boletín Salesiano de Italia

Don Pietro Merla, fue un gran amigo de Don Bosco que lo acompañó y ayudó en los momentos más difíciles y críticos. Las Memorias biográficas lo presentan en uno de esos momentos: Don Bosco se encuentra casi abandonado en el prado de los hermanos Filippi, alquilado hasta el 5 de  abril de 1846. Aquel Domingo de Ramos, oprimido por la angustia de no saber a dónde llevaría el domingo siguiente a aquellos cuatrocientos muchachos, se sentó en un banco, lloró y rezó. 

Entonces se le acercó un hombre y lo invitó a ir con él a ver un sitio no muy lejos, una propiedad puesta en venta y adecuada para lo que Don Bosco deseaba. Fue un rayo de sol para el corazón afligido del santo. Pero, ¿con quién dejaría a sus jóvenes mientras tanto? 

En ese momento llegó Don Pietro Merla, un fiel amigo y compañero de seminario de Don Bosco. Él asistió a la multitud de jóvenes hasta el regreso de su amigo, que ahora se mostraba lleno de alegría porque había cerrado felizmente el acuerdo de compra del galpón Pinardi y había asegurado un lugar estable para su oratorio. 

Esta noticia se extendió entre los muchachos en un instante y los llenó de un entusiasmo incontenible. Don Merla se sumó a aquella demostración desenfrenada de alegría juvenil, y empezó a dar palmas, a reír y a felicitar a Don Bosco.

En la buenas y en las malas

Don Pietro Merla nació en 1815 en Rivara Canavese. Era el hijo del notario Ignazio y de Paola Seyta. Durante seis años compartió la formación en el seminario con Don Bosco tras los cuales fue convocado a la dirección espiritual de las reclusas de las cárceles llamadas “de las Torres”.

Allí se vio impresionado al constatar tanta miseria entre las mujeres y, en la medida de sus posibilidades, trató de aliviar su condición moral a través de la religión, que muchas de las prisioneras habían olvidado o no practicado.

Al mismo tiempo, siempre que le era posible visitaba a su amigo Juan, y colaboraba con él. Para Pietro era una alegría prestarle su ayuda en la asistencia a los jóvenes ya sea en la catequesis, en la predicación o incluso cuando debía sustituirlo por alguna breve ausencia.

Don Merla no se distanció de su amigo Don Bosco en los momentos difíciles.

A diferencia de los demás sacerdotes asistentes de Don Bosco, él no se distanció nunca de su amigo en los momentos difíciles. Incluso cuando Don Bosco sufrió una grave enfermedad y tuvo que pasar tres meses de larga convalecencia, Don Merla, junto con el teólogo Borel y otros sacerdotes y benefactores, fueron quienes se encargaron de la asistencia de los casi mil jóvenes que ya participaban del oratorio

Entre las colaboraciones que prestó Don Merla a Don Bosco se destaca también la que realizó entre 1849 y 1850. Por aquellos años Juan había comenzado a instruir a cuatro jóvenes en los primeros fundamentos de la lengua latina, porque veía en ellos buenas disposiciones para la carrera eclesiástica. Sin embargo luego de las vacaciones y como consecuencia de sus múltiples responsabilidades no pudo continuar con esta tarea. Por eso le solicitó a su amigo Don Merla continuar con las clases. Este último se mostró feliz no solo de poder colaborar, sino también de la confianza y responsabilidad otorgada por Don Bosco. 

Buscando un lugar

Además de colaborar con su amigo Don Bosco, Don Merla también se dedicó a las jóvenes pobres y abandonadas como capellán de las cárceles de las Torres Palatinas. Allí estuvo en contacto con muchas mujeres de la calle, víctimas de violentos perseguidores.

Al igual que su amigo, comenzó a preguntarse ¿qué sería de aquellas mujeres una vez que cumplieran su condena? Los familiares se avergonzaban de ellas, los extraños las evitaban y  los adictos a los vicios intentaban apoderarse de ellas nuevamente. Incluso si querían cambiar sus vidas, inevitablemente se encontraban con que era casi imposible implementar los buenos propósitos que habían hecho.

Dedicó a los jóvenes de las cárceles de las Torres Palatinas, allí estuvo en contacto con muchas mujeres de la calle, víctimas de violentos perseguidores.

Entonces, así como Don Bosco había encontrado un lugar estable para reunir a sus jóvenes, él también tendría que hacer lo mismo para alejarlas del mal y dirigirlas hacia el bien. 

La empresa no le resultó nada sencilla. Primero comenzaron a reunirse con un pequeño grupo en una sala de la prisión, pero se sumaron tantas que fue necesario buscar otro espacio. Y fue Don Bosco quien en esta ocasión colaboró con su amigo. Luego de algunos intentos fallidos con las Hermanas Josefinas, Juan le sugirió alquilar un edificio que años antes había funcionado como un hospital y que en ese momento se encontraba vacío. No estaba lejos del oratorio, ni de la casa de Don Merla. Aunque un poco fuera de la ciudad, sería un lugar más que adecuado para cumplir con su propósito. 

Un padre amoroso

Cuando todo estuvo listo, la comunidad de Don Merla se trasladó allí, pero en secreto, sin hacer propaganda. Don Merla, para esa familia que le era tan querida, fue verdaderamente un padre muy amoroso y no escatimó sacrificios para ayudar de ninguna manera a esa comunidad. 

Las jóvenes se dedicaban a tejer, con lo que también ganaban algo para el sustento necesario, pero era demasiado poco para pagar el alquiler a tiempo y proveerse de comida y ropa. Su director vaciaba sus bolsillos, ponía todo lo que pudo, pedía limosna, pero las necesidades no cesaron. También se preocupaba para que en ellas se mantuviera el espíritu de concordia y humildad. 

Pero los jóvenes que las habían llevado hacia el mal camino se sintieron molestos con ese sacerdote. Irritados contra Don Merla, que les había quitado aquellas jóvenes presas o impedido su explotación, se unieron en una decisión de represalia criminal.

Un día de noviembre de 1855, en que Don Merla salía de visitar a las jóvenes y se dirigía hacia su casa, un grupo de muchachos se abalanzó contra él. Inmediatamente fue golpeado por una tormenta de piedras que lo impactaron mortalmente en todas las partes del cuerpo, especialmente en la cabeza, provocando una hemorragia abundante. 

Algunos vecinos lo asistieron y lo ayudaron a llegar a su casa y le brindaron los cuidados necesarios. Pero las heridas eran demasiado graves, de modo que, después de unos días sus familiares y amigos sacerdotes que acudieron a ayudarle, lo vieron agonizar y morir serenamente. Tenía cuarenta años. Su amigo de toda la vida, Don Bosco, escribió: “Daba gracias a Dios por todo, y su mirada, serena y tranquila en la vida, lo estaba mucho más en la angustia de la muerte. Confortado por los sacramentos, asistido por sus amigos sacerdotes, dio un signo de gran resignación, que conmovía hasta las lágrimas. Ni siquiera un lamento escapó de sus labios moribundos, y su muerte fue la del justo, que, habiendo pasado toda su vida al servicio de Dios y al bien de las almas, tiene fundada esperanza de obtener de él la recompensa prometida: Dios”.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2024

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