¿Qué hacemos con el enojo por lo que no fue?
Por Agustín Camiletti, sdb
acamiletti@donbosco.org.ar
Hicimos de todo para poder estar a la altura de las circunstancias. Creamos alternativas inimaginadas para hacer frente a la pandemia. Sin embargo, muchos terminamos el año con una enorme sensación de frustración: ¿cuánto tiempo nos llevará procesar el enojo de lo que no fue?
Con tantos mensajes positivos poblando las redes y con tantas iniciativas esperanzadoras dando vueltas por todas partes, parece desubicado quejarnos o mostrar alguna señal de fastidio por lo que nos tocó vivir. Frases como “pronto pasará”, “ya volverán los abrazos”, “volveremos a brindar” o “sólo queda un poco más” dejaron de tener fuerza efectiva para transformarse en diálogos de “pseudo esperanza”. Poses “políticamente correctas” que tememos sean desenmascaradas si nos preguntan un poco más a fondo cómo venimos…
Elaborar los duelos
Ver desmoronarse a nuestro alrededor a tantos y tantas por la situación económica, por la muerte y la enfermedad, por el trastorno social y familiar, por la desregulación de los dispositivos institucionales, nos inhibe la queja por la queja misma; pero sin quererlo, puede clausurar la posibilidad de una queja necesaria: la catártica. Esta última, como parte de un proceso de duelo, nos orienta hacia el camino de una aceptación, pudiendo decir también nosotros: “¿Y ahora, cómo seguimos?”
Con tantos mensajes positivos poblando las redes y con tantas iniciativas esperanzadoras, parece desubicado quejarnos o mostrar alguna señal de fastidio por lo que nos tocó vivir.
No existen plazos definidos en el proceso de elaboración de un duelo. Sin duda, cuanto antes emprendamos su recorrido hacia la aceptación, menor será el sufrimiento que nos pueda ocasionar. Pero para dar los primeros pasos se nos hace imperativo reconocer aquello que no está más, o que nunca fue respecto de nuestras expectativas o planificaciones. Negarlo nos llevará a estar dando un sinfín de vueltas con enorme desgaste.
Amigarse con la frustración
Como si fuera poco, dentro de los mandatos sociales se suma el de tener que tolerar la frustración. Cierta perspectiva dañina de este concepto tan importante nos ha llevado a demonizar tener “baja tolerancia” y endiosar a quienes la tienen alta. Pero en un contexto como el que estamos atravesando, y después de un año como el que vivimos, podemos decir que la frustración es hasta un sentimiento sano y necesario que nos habla de una profunda conexión con el entorno y de un llamado a la respuesta creativa.
Sin duda, como parte de la vida, amigarnos con ella dándole la bienvenida a sus enseñanzas puede ayudarnos en gran manera. Claro que como todo sentimiento denostado se torna espeso y desagradable, pero no deja por ello de cargar una fuerza incontenible de vida, un aire a tiempos de cambio, a final de lo que se daba, a cosa nueva, a barajar y dar de nuevo.
Tener sueños y expectativas…
Desde la llegada de las primeras noticias de un virus del otro lado del planeta nuestra vida se ha trastornado considerablemente. Y aquello que pensábamos lejano se coló en cada resquicio de nuestra cotidianidad llegando a trastocar todas las coordenadas que nos servían de marco de referencia para nuestro despliegue vital. Como acontecimiento global, atravesó cada institución, cada ritual, cada vínculo, cada dispositivo. Lo atravesó todo. Incluso hay quienes se atreven a definir una “generación COVID-19” marcada en su subjetividad por tan profunda crisis.
La frustración es un sentimiento sano y necesario que nos habla de una profunda conexión con el entorno y de un llamado a la respuesta creativa.
Si bien no toda la culpa la tiene la pandemia, lo cierto es que el proceso de transformación ha tumbado antiguos escenarios sin que podamos avizorar con claridad los horizontes futuros, dejándonos preguntas potentes acerca de lo dado, lo naturalizado, sumiéndonos en un período de perplejidad transitoria… ¡y qué largo se nos está volviendo!
Cómo fruto del proceso, y tras el fuerte cimbronazo, vamos recogiendo los pedacitos de sueños que se nos fueron cayendo por ahí. Están, no se perdieron, pero nos invitan a reconstruirlos de manera creativa, rescatando su vigor: la educación, los vínculos, la construcción comunitaria.
… y descansar
Todo ciclo de tarea medianamente conocido y familiar requiere recursos de atención y esfuerzos genuinos para su normal desarrollo. También exige un período de alternancia con el descanso, la distensión y la desconexión, o bien la conexión a otras fuentes vitales. Ahora bien, el proceso de adaptación permanente a las condiciones impuestas por el cuidado necesario frente a la amenaza del virus nos ha exigido a todos una atención mayúscula y nos ha requerido una extraordinaria capacidad de análisis.
Todo esto significó un esfuerzo y un estrés agotadores, que paradójicamente se entrecruzan con la sensación de sabor amargo por las metas no alcanzadas y programaciones no llevadas a cabo. Con mayor razón darnos un respiro, cambiar de aire, se hace más necesario aún.
En este tiempo, entonces, vale sentirnos perplejos, vale atravesar la angustia, la tristeza y el enojo, vale decir que no sabemos cómo y hasta asumir que hicimos poco o hicimos mal. Pero lo que no vale es bajar los brazos, resignarse al fatalismo, mirar sólo para adentro. Porque hay muchos que aún en nuestra perplejidad y en nuestra crisis encuentran en nosotros motivos para sostenerse, aliento para seguir y proyectos por alumbrar.
“Esta gracia en la que nos encontramos”
(Romanos 5, 2)
Dice la teóloga Dolores Aleixandre que uno de los rasgos peculiares del desierto es que sólo se revela como tiempo de gracia cuando ya lo hemos atravesado. El pueblo de Israel recién lo pudo leer así al llegar a la tierra prometida. Es el lugar elegido por Dios para hablar al corazón. El desierto nos revela frágiles, nos libera del engaño de la autosuficiencia, nos hace tocar nuestros límites, encontrarnos con la verdad de lo que somos:
“Es tiempo de dejarse podar y de permanecer, de quejarse sin llegar a rendirse. El que sabe aceptar esta etapa de empobrecimiento sale de ella más despojado y más libre, más tolerante con la debilidad de los demás y más dispuesto a aceptar que se equivoca. Quizá ya no pisa tan firme como antes, pero ahora sabe aguantar y esperar mejor, y la soledad ha dejado de darle miedo”.
(En Círculos en el agua, p. 50 y 51)
BOLETÍN SALESIANO – DICIEMBRE 2020