“¿Pare de sufrir?”

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Las experiencias dolorosas, tan habituales como profundas, nos enfrentan a nuestros límites y nos revelan la grandeza de Dios.

Por Francisco Hernández, sdb
fhernandez@donbosco.org.ar

La experiencia del dolor, del sufrimiento, es tan humana que nos desconcierta, nos desorienta. Puede ser el dolor físico, pero también el dolor psicológico y espiritual; en algún momento de la vida aparecerá, pero aun así sorprende, atemoriza, paraliza, bloquea, “duele”.

A todos nos duele algo

Esta pandemia se nos vino encima con su enorme incertidumbre y con un dolor inexplicable. Bien lo saben quienes han perdido a alguien cercano, o no pudieron despedirse de sus seres queridos antes de su partida, o pasaron noches y noches en vela a la espera de la recuperación de un padre o de un amigo. Pero el dolor no es exclusivo de los tiempos de pandemia, sino que es constitutivo de toda condición humana: está presente en todos los tiempos, lugares, culturas e historias.

Puede ser en una enfermedad grave o terminal; en la partida de un ser querido; en el sufrimiento silencioso de una depresión o en una angustia interminable; en una ansiedad pavorosa o en el miedo irracional ante lo desconocido; puede ser ante una situación familiar o personal que rompe toda lógica. Puede ser en la experiencia del amor incomprendido; en el fracaso de un proyecto personal o en el dolor punzante de una memoria herida. Puede ser en el descubrimiento doloroso de nuestros trastornos, y también en la enorme secuela de dolor de las catástrofes naturales, las guerras sin fin, las violencias crueles y destructivas…

Todas estas experiencias nos muestran la complejidad humana ante el proceso del dolor, en la difícil trama del vivir cotidiano.

Buscando un sentido

Por otra parte nuestra sociedad, hoy más que nunca, es esquiva con este tema. Prefiere muchas veces ignorarlo, desconocerlo, arrinconarlo, anestesiarlo, ocultarlo, alejarlo o enmascararlo con analgésicos fantasiosos e ineficaces. 

Pero el dolor está, irrumpe sin pedir permiso. Por eso lo importante y lo primero es la aceptación con sincero realismo del dolor como viene. Aceptar el sufrimiento que muerde, toca el cuerpo, la inteligencia, los sentimientos, las emociones, la libertad. Es necesario asumir con humildad la conciencia humana del dolor, que siempre viene unida a una profunda soledad; los otros están ahí, pero mi dolor me pertenece y es único, me habita y debo asumirlo.

Los otros están ahí, pero mi dolor me pertenece y es único, me habita y debo asumirlo.

Si el dolor, como la muerte, es un hecho de la realidad, el ser humano tiene que encontrarle un sentido más allá del escepticismo, el absurdo y la desesperación. Una interpretación posible es entender al dolor como purificación. Al confrontarlo me descubro a mí mismo como un ser frágil, vulnerable, necesitado, imperfecto, y compruebo los límites de mi condición antropológica: no somos inmortales. Así se derriba el orgullo, el egocentrismo, la voluntad de poder, la autosuficiencia, la omnipotencia, la prepotencia.

Pero si doy un paso más, mi dolor se vuelve solidario, nos hermanamos en la humanidad sufriente, y nos descubrimos como integrantes de la gran historia humana, buscando horizontes de alivio, consuelo y esperanza.

Jesús conoce nuestro sufrimiento

En este caminar, el creyente puede descubrir la presencia de Jesús, que se conmueve y se compromete con el sufrimiento humano. Él experimenta la inmensidad del dolor y la soledad en el huerto de Getsemaní, en la Cruz nos revela su amor y en el abismo de la tumba espera la vida y la resurrección. La Iglesia, siguiendo el camino de Jesús, guarda y cuida en sus surcos el dolor de tantas personas como un tesoro escondido; como el grano que espera el estallar del trigo que hecho pan se parte y se reparte, y se comparte por siempre.

Quien aprende el dolor se vuelve más honesto consigo mismo, con los demás y con Dios. Y es capaz de acompañar a otros.

Quien aprende el dolor y por el dolor se da cuenta de la sabiduría de la vida, aprender a vivir con un poquito de alegría y un poquito de buen humor. Entonces se vuelve más auténtico, más sincero, más honesto consigo mismo, con los demás y con Dios. Y sobre todo es capaz de acompañar a otros en su dolor con inmensa ternura, paciencia, compasión y respeto.El límite del dolor aceptado posibilita comprender, sentir y contemplar la hermosa armonía de la naturaleza, y fundamentalmente permite vislumbrar desde lejos y con serena esperanza un más allá de amor y belleza donde ya no habrá “lágrimas, ni sufrimiento, ni dolor”.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – AGOSTO 2021

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