Por el camino de la verdad

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Monseñor Angelelli y los mártires riojanos serán beatificados el 27 de abril en La Rioja

La mano venía pesada en ese julio del ‘76. En la madrugada del domingo 4, tres sacerdotes palotinos y dos seminaristas habían sido ametrallados en el living de la casa parroquial de San Patricio, en el barrio porteño de Belgrano. Las pintadas que los asesinos dejaron en las paredes los acusaban de tercermundistas, un calificativo que en ese tiempo daba para todo.

Ya desde antes de comenzar la dictadura militar, se venían sumando numerosos casos de sacerdotes desaparecidos o asesinados, pero hasta entonces nunca se había visto algo así en la historia de la Iglesia en estas tierras.

Gabriel y Carlos

El domingo 18, después de la misa, los curitas de Chamical, La Rioja, fueron llevados en un auto sin patente por desconocidos que se presentaron como policías y pasaron a buscarlos por la casa de las Hermanas de San José mientras cenaban.

Gabriel Longueville tenía 45 años, era misionero francés y estaba despidiéndose de la parroquia en la que había pasado casi cinco. Carlos de Dios Murias era cordobés y tenía solo 30 años. Había sido ordenado poco antes por monseñor Enrique Angelelli en Buenos Aires. Los franciscanos conventuales lo habían enviado en una avanzada misionera para hacerse cargo de esa parroquia, donde reemplazaría a Longueville. Dos días después, sus cuerpos aparecieron tirados junto a las vías, en las afueras del pueblo, con las manos atadas y evidentes huellas de torturas.

El pueblo llenó esos días la parroquia, llorando a sus sacerdotes y acompañando al obispo, que mientras consolaba a unos y a otros, incluyendo a los familiares de los asesinados, trataba de averiguar qué había pasado. Con solo siete mil habitantes no era imposible saberlo. El enfrentamiento con los jefes de la vecina base de la Fuerza Aérea ya era conocido por todos.

“Cómo quisiera decir a los que les quitaron la vida, a los que prepararon el crimen, a los que lo instigaron: ¡Abran los ojos, hermanos! Si es que se dicen cristianos, ¡abran los ojos ante el sacrilegio que se ha cometido, ante el crimen que se ha cometido!”, dijo el obispo

Cuarenta y tres curas concelebraron en la misa de cuerpo presente. Pero ningún otro obispo aparte de Angelelli llegó hasta Chamical.

Wenceslao

El domingo 25 llegaron también malas nuevas desde Sañogasta, cerca de Chilecito. Una banda de hombres armados había fusilado en la puerta de su casa a Wenceslao Pedernera, del movimiento rural de Acción Católica, ante la mirada atónita de su esposa Coca y sus hijas pequeñas.

Terminada la novena de difuntos en Chamical, Angelelli se disponía a volver a la capital provincial en su camionetita Fiat. El obispo guardó cuidadosamente atrás del asiento dos carpetas en las que venía recopilando la información recogida en esos días. Salieron por el camino viejo de Olta, para no llamar la atención. Pero alguien los siguió y los alcanzó en la ruta, en lo que se quiso hacer pasar como un accidente.

De distintos modos le habían hecho saber al obispo que en agosto irían por él. Sus propios curas le insistieron en que se fuera y él llegó a ofrecer su renuncia si eso servía para pacificar los ánimos. Pero no quiso dejar a los suyos: “Eso es lo que buscan, que me vaya. Para que se cumpla el Evangelio: ‘Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas’”.

“Un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”
“Traigo un algo adentro que es capaz de ponerle un oído a la tierra y arrancarle a la tierra todo lo que tiene. Como también trato de tener el otro oído pegado al corazón de Dios, y sacarle a Dios todo lo que Dios nos da”, decía el obispo Enrique Angelelli. Es lo que para muchos resumiría el programa de vida de este pastor de tierra adentro: “Un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”.
El 27 de abril, monseñor Angelelli y los mártires riojanos serán declarados beatos de la Iglesia católica, con una ceremonia en la plaza principal de la ciudad de La Rioja.

Enrique

Esa tarde del 4 de agosto, a la hora de la siesta, un auto que comenzó a seguirlos en la ruta los encerró y los hizo volcar. El obispo salió despedido por el parabrisas. Quedó tirado, muerto, con los brazos en cruz, seis horas bajo el sol riojano. Ni bien llegó la policía se llevaron la camioneta volcada. Aunque un sacerdote intentó rescatar las carpetas guardadas atrás del asiento, la policía se lo impidió. Al día siguiente alguien vio esas mismas carpetas en el escritorio del ministro del Interior en Buenos Aires. Ya nadie pudo acercarse al cuerpo ni sacar fotos. En La Rioja intentaron allanar la habitación del obispo, pero su vicario consiguió impedirlo.

“¡Mataron a Angelelli!”, dijo enseguida la gente que enterada del accidente trató de llegar como pudo a la catedral, rodeada por las fuerzas militares que temían la reacción popular. “El obispo murió en un accidente automovilístico”, tituló al día siguiente el diario El Sol. “Un misterioso accidente”, comentó el diario del Vaticano, L’Osservatore Romano. “Angelelli nunca supo manejar”, dijo algún obispo.

Lo mataron, ¿no es cierto? Yo sabía que iba a pasar esto”, dijo en Córdoba doña Celina, la mamá de Angelelli, conteniendo el llanto ni bien se enteró de la noticia. “No obedeció a un accidente de tránsito sino a un homicidio fríamente premeditado y esperado por la víctima”, dictaminó el juez Morales casi diez años después, pasados los oscuros años de la dictadura militar. “Tenemos más pruebas de su martirio que del de muchos mártires de los primeros siglos del cristianismo”, diría tiempo después el obispo Hesayne.

“Lo quisieron silenciar con amenazas y con la muerte —escribió el obispo Jorge Novak—. Sólo lograron transformarlo definitivamente en un profeta que desborda los límites de su diócesis y de nuestra patria, cuya voz seguirá resonando en todos los rincones de América Latina”.

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Por Néstor Zubeldía, sdb

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